III - Fase 2: Distancia

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Los siguientes cuatro días fueron, en esencia, clones del primero: Despertarse demasiado pronto, desayunar demasiado de prisa, pasar demasiado calor, ensuciarse demasiada ropa, tener demasiadas ganas de vomitar, escuchar demasiadas órdenes... Todo igual, todo demasiado, y Agoney cada vez más harto.

No lo aguantaba. No aguantaba estar rodeado de gente que no le entendía, que miraban su ropa con extrañeza y no con admiración como deberían hacer porque tenía un estilo fantástico, que no se interesaban cuando les contaba cosas de la ciudad —o más bien, cuando comentaba en voz alta alguno de los lujos de los que le estaban privando, tampoco iba a ponerse a hablar con ellos más de lo estrictamente necesario—, que le decían que no pasaba nada cuando se tropezaba y se llenaba, aún más, de tierra, que le sonreían como si le conociesen y como si disfrutaran estando allí... Era abrumador y muy confuso.

Ese no era su lugar. No tenía su fiesta, su música, su alcohol, ni su compañía habitual.

Además, le habían salido ampollitas en las manos, y Aitana casi se ríe cuando se quejó de ello. Bueno, Aitana y otros cuantos... Hasta ese maldito enano rubio que pasó por su lado mientras refunfuñaba y claro, no puedo callarse el comentario jocoso acerca de su nula capacidad para hacer esfuerzos, pavoneándose con sus manos apenas callosas y de venas marcadas.

"Pues mucho no debe de trabajar para tener las manos como si fueran esculpidas, que mucho decir, pero vamos". No pudo evitar ese pensamiento, y si no hizo algún comentario parecido fue porque Aitana le metió prisa para que continuase llenando los comederos de los burros.

Pero es que eso fue sólo el martes; el miércoles, para sumar a sus desgracias, una gallina le picó el tobillo, y él quería agua oxigenada por si le entraba la gripe aviar o algo así, pero se tuvo que esperar hasta que llegó el medio día y tuvo agua y una tirita. Obviamente todo acompañado de más risitas y hacer de menos su sufrimiento; sinceramente, no sabía cómo podían creerse tanto, parecía que no captaban que con un chasquido de dedos estaban fuera de allí, si no había pasado ya es porque estaba demasiado concentrado en sobrevivir a todo eso y tampoco era alguien que actuase de manera precipitada.

Luego llegó el jueves, tuvo que barrer la vaqueriza y casi vomita unas cinco veces, cada vez que se movía, una arcada, pero es que era un asco, no se podía vivir así, su opinión era que al menos deberían echarle colonia a los bichos o algo por el estilo. Y eso fue sólo lo primero del día, porque luego, cuando le mandaron sacar las zanahorias, Aitana tuvo que agarrarle para que no se cayese de culo, pero es que debería haberle avisado de que estaban tan duras, coño. Lo único bueno que tuvo ese día era que Raoul, alias el maldito enano rubio gruñón, tenía el día libre, por lo que no tuvo que molestarse con su presencia, porque esa era otra, no sabía como se las apañaba pero siempre estaba ahí, justo donde pudiera verle.

Ya apunto del colapso, le tocó soportar el viernes. Estaba más malhumorado que de normal, los viernes por norma general eran su día de relax, eran para levantarse tarde y darse un buen baño de agua caliente, vestirse sólo con una bata de verano y tirarse en el colchón a ver películas hasta la hora de cenar, cuando se arreglaba, quedaba con sus amigos en el restaurante más fino y nuevo que encontrasen y hacían la sobremesa en la terraza reservada del primo de Mimi, hasta que llamaba a Sebastián para volver a casa, si es que volvía.

En cambio, aquel viernes se levantó de golpe, aún no se había acostumbrado a que le despertase un animal chillando y casi se cae de la cama una vez más. Para intentar animarse, se vistió con algunas de sus mejores prendas, si por fin le miraban bien y le soltaban algún halago, su día mejoraría seguro. Obviamente, no pasó, esas personas no tenían sentido del gusto, y a él le daba igual eso de "ropa apropiada", si tenía que trabajar en ese lugar, al menos hacerlo con estilo y sintiéndose bien con lo puesto.

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