IV - Fase 3: La salida del sol

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Dicen que después de la tormenta viene la calma, y aunque Agoney no era un chico muy de dichos, ese domingo lo creyó un poco más real.

Al ser el día libre pudo dormir de verdad, aunque acabó despertándose a las ocho, ya que tampoco podía ignorar mucho el ruido exterior y el gallo al que quería degollar.

Suspiró tumbado en la cama, alargando el brazo para coger el móvil. Recordó el final del día anterior y se le hizo un pequeño nudo en la garganta, pero lo olvidó con rapidez al leer un mensaje de Alfred que le decía que, si a las nueve estaba listo, iban a desayunar a una cafetería del pueblo. No lo pensó mucho, había decidido no hacerlo cuando se trataba de sus viejos amigos, así que contestó afirmativamente a su pregunta y se levantó, se lavó la cara, se aseó y se vistió con una camisa de manga corta blanca con lunares azules y unos pitillos color caqui, se peinó el pelo hacia atrás y se calzó unos mocasines marrones.

Se miró en el espejo y sonrió de lado, tenía que estar una semana más allí, aunque no le gustase todo saldría mejor si intentaba ponerle algo de buen humor. No le gustaba nada sentirse como se sintió ese sábado, él no era una persona apagada, era Agoney Hernández y se comería el mundo, aunque tuviese que estar otros siete días entre animales malolientes y personas con las que no acababa de congeniar.

Cuando bajó, los hermanos García-Bravo ya le estaban esperando, conversando tranquilamente con Capde. Mireya iba con un mono de tela azul cielo, el pelo suelto y unas sandalias altas del mismo color que la ropa; Alfred, en cambio, vestía unos vaqueros por encima de la rodilla y una básica naranja, a juego con su bandana; acostumbrado a verlos con camisas sueltas y camisetas llenas de barro, a Agoney se le escapó media sonrisa, quizá fuese una tontería, pero con los años le había empezado a dar valor a la ropa, la ropa era capaz de influir hasta en el estado de ánimo, lo creía firmemente.

Tras un saludo y otra despedida, fueron en dirección al pueblo.

—Nos ha dicho Capde que ayer viniste por aquí.

—Si, no tenía mucho que hacer y decidí darme una vuelta.

—¡Habernos llamado! —exclamó la rubia, dándole un golpe en el hombro.

—Me apetecía estar sólo, aquí siempre hay mucha gente.

—Pero si pasas todas las tardes encerrado en tu cuarto.

—Es distinto, quería desconectar, es un poco difícil hacerlo rodeado de cosas que hacen ruido.

—Se llaman animales, Ago —se burló Alfred, pasándole un brazo por los hombros—, es hora de que lo sepas.

—Son bichos, bichos que huelen mal y me obligan a trabajar.

—Si lo dices casi riéndote, señorito, es que ya te empiezan a gustar esos bichos...

Agoney se carcajeó, dándole unas palmaditas en la espalda a su amigo mientras un "en tus sueños, muchacho" salía de sus labios justo después.

El resto del camino no se le quitó la sonrisa de la cara, era pequeña, y a ratos se sentía rara, pero permanecía ahí. Se encontraba bien, contra todo pronóstico después del bajón que había tenido, pero Alfred y Mireya eran esa clase de personas que comparten la felicidad, sin quererlo ni pretenderlo, el brillo de sus ojos y sus risas eran cosas contagiosas. En el fondo, lo había echado de menos.

Llegaron a una cafetería de paredes azul claro y mesas blancas, era un lugar pequeño, pero acogedor, entraron y se sentaron en una de las mesas laterales, al lado de una de las ventanas. El chico que estaba tras la barra les saludó con un asentimiento de cabeza al que ellos respondieron, menos Agoney, que no tenía ni idea de quien era el joven castaño que servía cafés a unos metros de ellos.

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