VI - Fase 5: El juego de la curiosidad

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[Este capítulo está libre de angst]

Raoul.

Raoul era un chico alegre por lo general, pero también irascible si dabas en los puntos justos, era trabajador y leal, también demasiado orgulloso en algunas ocasiones, pero un buen chico, al fin y al cabo. Todos dirían que es un buen chico.

Cada mañana, a las seis menos cuarto, sonaba su despertador. Sabiéndose justo de tiempo, no tardaba más de dos minutos en frotarse los ojos y salir de debajo de las sábanas, después iba al baño y se asustaba con su cara de dormido, carraspeaba para recuperar una voz normal y se echaba agua para terminar de activarse. Iba hacia la cocina en silencio, ya que sus padres y su hermano se despertaban un poco más tarde, y desayunaba revisando su teléfono móvil, poca cosa encontraba a esas horas, un par de mensajes de sus compañeros de trabajo y lo que la madrugada hubiese dejado en las distintas redes sociales. Después se vestía y salía camino a la granja.

Normalmente hacía el camino escuchando música, respirando el aire y con una sonrisa, hacía mucho tiempo que había asumido que si no era así, la rutina acabaría con él, así que ponía lo mejor de sí y se concentraba en que unos minutos después tendría a Roma abalanzándose sobre él y vería a sus amigos, con los que siempre compartía algunas risas.

Ese día era muy distinto.

El lunes, cuando le informaron que le tocaría sustituir a Aitana como "instructor" de Agoney, había resoplado por dentro, pero tenía una pequeña fe. Aunque su encuentro el fin de semana no había sido de lo más agradable, creía haber descubierto un punto en el que aquel chico era soportable, y parecía que en la semana que llevaba se había ido acostumbrando a todo aquello...

Bueno, pues mentira, más quisiera él.

Le había quitado todo el optimismo de un plumazo y no tenía ganas ningunas de volver a pasar un día entero con él.

"Si es que es ley de vida, los chicos guapos y pijos, gilipollas" —pensó, sacándose una risa entre tanta cara larga. Si no le odiase tanto, al menos podría disfrutar de alegrarse la vista, pero no, le tenía que tocar la soberbia personificada.

Cuando cruzó la verja, tras saludar a Berta y más adelante a Camilo, dos de sus compañeros que ya empezaban con sus tareas, fue directo a la puerta de la casa, no pensaba perder ni un solo segundo, cumplirían los horarios a rajatabla y se iría cuando llegase el momento, pero no iba ni a perder el tiempo ni a adjudicarse tareas que no le tocasen sólo porque al niño de la casa le apetecía que así fuese.

—Hola, Raoul —le saludó la amable mujer de la casa cuando le vio llegar—. Agoney está terminando de desayunar.

—Gracias, Anya.

—No os lleváis muy bien, ¿verdad?

A Raoul no le sorprendió la pregunta, era bien sabido que Anastasia le sacaba conversación hasta a los muertos, y si conocía a Agoney desde niño, no era raro que le interesase saber cómo se llevaba con las personas que tenían que trabajar con él. Por ese mismo detalle, no quería ser muy brusco, así que respiró hondo y cambió el "como para no, con lo imbécil que es", por algo más suave y, puede, sólo puede, más sincero.

—Es... complicado.

—Las mentiras que más cuesta dejar de creer son las que te dices a ti mismo —respondió tras un lento asentimiento—. Dale un poco de tiempo, que aunque no lo parezca... algo se está moviendo en esa cabecita suya.

—Tampoco es que sea asunto mío —lo dijo bajito, no queriendo sonar borde ante la buena mujer, pero él no quería ser centro de rehabilitación moral de nadie y parecía que el resto del universo era exactamente lo que pretendía.

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