XLV

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Milena

Tras la décima detonación, perdí la cuenta de las veces que ese mismo estallido ensordecedor se produjo. Sólo recuerdo que, instintivamente, me dejé caer en el piso, cubriendo mi cabeza con las manos; lo siguiente que sigue fresco en mi memoria es el cómo André se abalanzaba sobre mí, cubriéndome con su cuerpo mientras gritaba un montón de órdenes a los hombres que se encontraban a nuestro alrededor; todos con sus armas desenfundadas.

De un momento a otro, dejé de sentir el peso del cuerpo de André sobre mí; unos brazos fuertes me sujetaron por la cintura, provocando que un escalofrío me recorriera el cuerpo entero.

¡Es el fin!, ¡Te dije que era pésima idea venir aquí!, ¡Pero nunca me escuchas!

Estaba tan aturdida y llena de miedo que comencé a patalear y golpear a la persona que me sujetaba, buscando liberarme, sin importar que aquel tipo me metiera un balazo en la cabeza o algo así.

—¡Milena!, ¡Escuchame!—pude identificar la voz de André, aún por encima del caos. Logré enfocarlo, parado a unos cuantos metros de mí, sosteniendo un arma en la mano, mientras otros hombres lo flanqueaban y disparaban a Dios sabrá quién —¡Milena!, ¡Todo está bien! —Volvió a gritar.

Nuestras miradas se encontraron por unos segundos. Podía escuchar mi corazón golpeando con fuerza en mis oídos. Toda la escena me parecía tan surrealista. Dejé de resistirme al agarre que se afianzaba fuertemente a mi cintura, para poder prestar verdadera atención a lo que mi padre decía.

—¡Deja que Sindri te guíe hasta la salida!, ¡Él no va a permitir que te pase nada! ¿Entiendes?

Asentí, medio atontada aún. Mi cerebro estaba tardando más de lo normal en procesar la información.

¡Sólo no te separes del jodido Sindri!

André le dirigió una mirada cargada de advertencia al hombre a mi espalda, para enseguida girar y comenzar a avanzar en medio de aquel fuego cruzado.

—¡Señorita, debemos movernos! —Gritó el hombre, que ahora sabía que se llamaba Sindri, mientras liberaba mi cintura y me sujetaba del hombro.

Sentí mis piernas entumecidas. Sabía que estaba caminando, pero mi cerebro no registraba sensación alguna, era como una sensación similar a la que provoca el alcohol en el cuerpo.

De vez en cuando Sindri me pedía agacharme o me giraba de manera abrupta, protegiéndome con su cuerpo, mientras yo sólo podía prestar atención a las detonaciones de su arma y a los cuerpos tendidos sobre el verde pasto que, se suponía, debía ser la morada de paz eterna de los cuerpos que se encontraban enterrados ahí.

Todo era una maldita locura.

El camino a la salida de St. Michael's fue una completa tortura, sintiendo que en cualquier momento sería atravesada por una bala.

—Señorita Rochester —escuché la voz agitada de Sindri, mientras yo apenas podía notar que ya no estábamos dentro del cementerio —¿Se encuentra bien? —Me sujetó de los hombros, haciéndome mirarlo directo a la cara.

Hasta entonces pude detallarlo; no era mucho más grande que yo; tenía unos ojos castaño oscuro, muy profundos, que eran enmarcados por unas espesas cejas negras y pestañas igual de intensas; estas últimas casi le rozaban los pómulos en cada parpadeo. Sus facciones eran bien delineadas y masculinas, y su cuerpo; robusto y bien tonificado.

—¿Se encuentra bien? —Volvió a preguntar.

—Sí —mi voz salió rasposa. Sentía la garganta seca y tenía un horrible sabor amargo en la boca. Los recuerdos de lo que había pasado, hacía apenas unos instantes, llegaron a mí de golpe, revolviéndome el estómago; sentí el ácido subir por mi esófago. Me refugié en la pared detrás de Sindri hasta que mi cuerpo se liberó de toda la bilis contenida y las arcadas disminuyeron.

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