Insuficiencia

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Estoy aburrido de escribir con contención, cansado de la métrica, de la rima y el ritmo. Harto de esconder a la persona que soy detrás del velo de lo que sé, de camuflar con palabras bonitas las espinas que se me encajan bajo la piel. Así que ya no más pensar y repensar en escribir algo que un día, con suerte, alguien pondrá en mis recopilaciones de diarios sobre una estantería. Esto nunca será el cabezal de una antología de poesía a analizar en una clase universitaria, ni el núcleo de una novela que, como de costumbre, me proyecta más de lo que debería. Esto es. Y ya.

Me engañaste, y he dejado ya de buscar metáforas preciosas para tus traiciones. Llamémosle por lo que es. Tal vez no me fuiste infiel, aunque una parte de mí aún sospecha cuando no puedo dormir, pero eso no suaviza el engaño. Tú, con toda alevosía y ventaja, te aprovechaste de mí.

Mucho me temo que estaba en lo correcto esas veces que, aún sabiéndolo muy en el fondo del pecho, no quise admitir que me querías más por lo que te daba que por lo que era. Era, porque ya no soy. Y nunca he creído en hablar mal de viejos amores, pero el interés tiene pies y en mi caso, tu cara. Hemos profanado mucho esa palabra, cuando se la digo a alguien siempre piensan que hablo de dinero y no podrían estar más equivocados. Sí, los pesos pegan, pero el tiempo mata, y tú me lo quitaste por tantos meses en tu necesidad enfermiza de no soltar lo que igual no deseas. De tener eso que no tienes para ti, así que lo quisiste obtener de mí.

Dime cómo lo haces: el pedir tanto, no dar nada y aun así conseguir salir siempre bien parado. Por qué soy yo, de pronto, el que te ha dejado; quien te cambió, ese que ya no te ama porque conoció a alguien más, cuando fuiste tú el que nunca tuvo suficiente y quiso cada noche tener más ramitas en las cuales anidar. No porque algo te faltara aquí, sino por creerte digno de envolverte en las sábanas de quien quisieras.

Y dime también cómo es que resolviste mi silencio. Que me callara por mero miedo a herirte. Removiendo por diversión la cuchilla entre mis tripas y, de todos modos, haciéndome pensar que si la sangre brota es porque la llamo yo. No me importa mi nombre manchado ante los oídos de aquellos que no me interesan, pero explícame cómo fue que escribiste los tratados de la guerra que, desde ti, libro conmigo mismo. Me hiciste desconocer y desconfiar de la única persona que nunca me ha mentido.

Y han pasado hoy ya más de trescientos treinta y siete días desde que decidí que no podía amarte más, que escribí con tanta rabia en mi libreta que rompí la hoja y las siguientes tres. Desde que lloré de vergüenza, de humillación, al contarle a mis amigos la gota de un vaso que mucho tiempo ya llevaba derramado, pero no quería verlo. Yo aún trataba de meter de vuelta el agua entre los trozos del cristal roto. Han pasado meses desde que te superé, que me enamoré de una persona que me da lo que yo siempre quise que me dieran, que de hecho no era mucho, solo un cariño más sincero, un amor que no me duela.

Pero todavía hay días en las que me hierve la sangre y se me agolpa la rabia en la garganta. ¿Por qué quien vino después de mí tiene lo que yo siempre pedí, rogué, lloré y no quisiste darme? ¿Por qué el terror al compromiso conmigo fue tu excusa y con ella, en cambio, tu motivación a ser un poquito mejor cada día? ¿Por qué te basta mientras que yo, parece, nunca fui suficiente para que me quisieras a mí y a nadie más? ¿Por qué cada parte de mí no llena y migas de otros son todo lo que quieres? Siempre que te veo es lo mismo lo que me acecha.

Y mi pregunta más grande, ¿por qué dejé que, sabiendo esto, me hicieras pensar que me querías de verdad? No hay manera poética de decir que, por un instante en el tiempo, tuviste el poder de quitarme tanto que me despojaste hasta de mí.

Mientras sigo aquíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora