Olvidé el reloj

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El graznar de las gaviotas me perturba, casi parecen contentas al desplomarse contra la piel del mar para ir por los peces a media mañana. ¿O media tarde? No lo sé, he dejado el reloj en casa, las prisas siempre me arrancan de la mente lo importante. Miento. Las prisas no, pues hoy, debo decirlo, arrastraba conmigo una particular necesidad de alentar el paso, de ver los edificios, de llegar tarde a todos sitios. Hoy, al salir, estaba tan ocupado en ocultar el desasosiego que me olvidé del reloj. Y ahora, cuando no he de esconderlo de nadie más, lo oculto hasta de mí mismo, escribiendo en su lugar de un simple reloj. ¿Y a quién le importa, de cualquier modo?

Si tuviera el reloj podría saber cuántas horas llevo aquí, sentado a las faldas del muelle. Aquí, con la madera que se pudre. Aquí, con la sal que debería estar en el agua, pero baila en el aire. Aquí, con el aroma del aceite de los barcos y el graznido de las gaviotas y mi muñeca desnuda, porque olvidé el reloj. Solo, completamente solo, sin el tictac que sabe mejor que yo cómo llenar todos esos silencios desolados que deja siempre después de su partida. Me he olvidado del reloj porque esta mañana se fue, porque estaba ocupado pretendiendo estoicismo, cuando en realidad me siento marchito. Solo un poco, pues el calendario casi anuncia primavera y yo, cuando ayer era verano, me he convertido en otoño. No el otoño que le gusta, nuestro otoño de árboles de oro y vientos silbantes; el otoño a finales de septiembre, cuando el calor ya no sofoca y el frío aún no quema. Sino el que baila con el invierno, de ramas coritas y cielo gris. El tictac que con su avance constante, ininterrumpido, ocupa los espacios vacíos que quedan ahí donde yo le hice un lugar para acompañarme. El espacio vacío al otro lado de la cama. El espacio vacío en la silla del comedor. El espacio vacío en el parque, por la tarde. El espacio vacío en la palma de mi mano, entre mis dedos, por mi brazo. El espacio vacío en el muelle, cuando se sube al barco, aquella bestia que parece colosal cuando se arrulla sobre las aguas del puerto, pero que con las horas se hace diminuto en el mar, se convierte en partícula al horizonte, desaparece detrás del sol.

He olvidado el reloj, quizá a propósito, quizá para así poder escribir sobre eso en lugar de lo mucho que deseo que vuelva. Del deseo, cuando cae la tarde ⸺y yo le dejé ir por la mañana⸺ de que su barco retorne, que arribe de nuevo, que no cruce el océano solo para ver su figura bajar nuevamente de ahí, con su sonrisa como una flor abierta, sus ojos de noche, sus brazos extendidos. Ver cómo el mar que se lo lleva es siempre el mismo que me lo trae de regreso.

Pero pasan las horas y no vuelve. Nunca lo hace hasta que pasan las semanas, pasan los meses; y sé que se aproxima su retorno solo cuando llega el cartero y veo la estampilla en el sobre. Las cartas de mis amigos las dejo sobre la mesa, las leo cuando tengo tiempo; las suyas las abro ahí mismo, en el portal de la entrada, pues me carcomen las ganas de ver las palabras manchadas con su puño y letra; papel que me hace sentir como si fuera piel la que me acerco al pecho, cabello lo que recorro con los dedos.

Pero hoy se fue, no habrá cartas, ni sonrisas, ni abrazos sedientos, ni parque, ni mesa puesta, ni cama llena. Hoy solo me tengo a mí, porque olvidé mi reloj.

Mientras sigo aquíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora