Cuentagotas

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No lo sabía, o aún no estaba listo para admitirlo frente al espejo, pero siempre que llegaba la noche él andaba por ahí buscando el pasón que tuviera, por fin, la capacidad de dividir el espíritu de la carne. Ni su padre, ni su familia, ni los amigos reencontrados habrían adivinado eso cuando lo veían bajo la luz del sol, pues los lentes oscuros alzaban una división inquebrantable entre el resto del mundo y sus pupilas, que eran la vía más rápida para adivinarle la culpa. La sonrisa era su mejor disfraz, más en aquellas ocasiones en la que brillaba tanto como el diamante que coronaba el dedo anular de la mano prometida que apenas reconocía cuando la tenía enfrente.

Su vida estaba dividida en dos polos irreconciliables y sobre los que jamás se notaba él mismo por completo. ¿Cuántos meses habían pasado desde que no se miraba al espejo? Al verse, no reconocía la cara que debía ser suya, pero no se sentía como tal.


El único instante en que su corazón, su espíritu y su cuerpo parecían reconciliarse para pertenecer al mismo plano era cuando se encontraba en el suelo, con los dedos entre las uniones de las baldosas, confundido y deshecho en el baño de algún club cuyo nombre, a las cinco de la mañana, tan perdido, no podía recordar. La espalda húmeda sobre la lámina fría, y las luces fluorescentes encandilando toda oportunidad de ver más allá de su propia miseria. A veces el corazón latía tan rápido que pensaba que en cualquier momento podría detenerse, y aunque el miedo era lo primero, la súplica nunca tardaba en llegar. Ojalá se muriera, pensaba de pronto; ojalá, mientras sus manos se sostenían en el inodoro y su abdomen dolía de esfuerzo y repulsión, se ahogara con su propio vómito. Y ojalá que nadie lo reconociera, que fuese un intendente, o alguien igual de drogado que él, quien se encontrara su cadáver azul derrumbado en una esquina del cubículo. Que lo levantaran y los forenses encargados de su autopsia determinaran que había sido solo su culpa, que no hubiera lástima por las oportunidades perdidas a tan corta edad; que sus ojos, cuando se cubrieran de la película grisácea que le opara los iris verdes para siempre, delataran que se lo merecía. Por eso había dejado de salir con su identificación, con la esperanza retorcida de que la noticia de su muerte, cuando eventualmente pasara, no llegase a los oídos de su padre, o de su prometida, o de cualquier persona que aún, después de todo, esperara algo de él. Solo acabar en una fosa común, con otro millar de cuerpos anónimos sin derecho a una tumba con su nombre donde alguien les pudiera ir a llorar.


Fantaseaba con meterse en una pelea equivocada, sacar de sus casillas al tipo equivocado que luego de un par de golpes le hiciera ver su vida a través de un cañón, y perderse para siempre mucho antes de escuchar la explosión de la pólvora. Escucharse caer en seco contra el asfalto de una calle desierta antes de lograr procesar que había sido asesinado. Pero no quería que le dieran en la cabeza, en lo absoluto; tal vez en el estómago o en el pecho, un sitio que le permitiera desangrarse poco a poco sin la capacidad de gritar o hacer nada al respecto.


Si pudiera elegir, también se lo buscaría fuera. En un lugar donde pudiera ver la luna mientras se moría. Hacerlo lento, empaparse en su propia sangre, sentir la desesperación trepándole desde los dedos hasta la cabeza, arrepentirse en el último segundo cuando ya fuera demasiado tarde.


Pero al final, siempre le pagaba su dealer. Los conflictos siempre parecían terminar antes de que iniciaran. En cada ocasión llegaba alguien, quien fuera, en el momento justo para sacarlo del apuro. Y su corazón volvía a latir despacio, y después del vómito y el llanto llegaba el alivio; sus oídos deshacían esa burbuja que lo apartaba del resto del mundo y la húmedad en sus mejillas y en su espalda acababa por secarse. Solo dejando tras de sí un dolor de cabeza como evidencia.


Antes, cuando era más joven, hubiese pensado que era un cuidado que provenía más allá de lo divino. Protección de un dios, o un ángel, o lo que fuera. Pero no. Después de tantas noches ahora estaba seguro de que era castigo; quien sea que estuviese allá arriba viéndolo, decidiendo su destino, lo guardaba para que bien despacito se cociera en el dolor y la culpa. Al final, parecía que después de todo sí se estaba desangrando de a poco. Un día tras otro, un año y luego uno más. Gota a gota hasta vaciarse por completo.

Mientras sigo aquíTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang