La bruma

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El golpe es lo primero que llega, aquel impacto seco que comienza en su pecho, igualando el sonido que haría algún día su corazón al explotar sin remedio. Se extiende en todas direcciones como un millar de arañas avanzando en un segundo hasta infestar por completo cada centímetro de piel. La sensación de todas esas patas le sube por la nuca, le invade el interior del cráneo, aquellos insectos que lleva bajo la piel implantan sus huevecillos entre los pliegues húmedos de su cerebro. Por un instante, que dura lo mismo que un parpadeo, siente la necesidad desgarradora, vomitiva, de arrancarse con las uñas y de tajo el cuero cabelludo, romperse la cabeza contra las baldosas desgastadas, abrirse un hueco que deje entrar el hedor de la orina y salir la monstruosidad que le recorre el cuerpo.


Después, la bruma.


Se inclina y mete la cabeza bajo el chorro del lavabo, que bajo esa luz más que transparente parece amarillo, infecto, inútil para limpiarlo de pecados aunque se restriegue la nuca con tanta enjundia. Cuando se yergue, la sensación de continuar debajo del agua persiste mientras mira a su alrededor en la búsqueda desesperada de algo, lo que sea, que le parezca lo suficientemente tangible. Algo que lo ayude a aferrarse a esa realidad que tanto le disgusta, que lo asquea, pero que es mucho mejor que aquellos rincones oscuros y movedizos a los que lo arrastra su mente cuando todo se vuelve borroso y solo quedan él y su cabeza encerrados en un cuarto tan pequeño como su propio cuerpo. No hay nada que lo aterre más que eso, solo debe resistir, combatir el arrastre para volver a sentirse bien.


El corazón revolucionado, ávido de bombear toda la sangre de su cuerpo en un segundo, es quien marca el ritmo que toman sus pasos cuando sus pies se deciden a buscar la salida, sacarlo de ahí, sin pararse a pensar en la forma en que se enredan entre sí provocando tropiezos que acaban con su cuerpo estrellándose sobre los azulejos, percudidos y mojados. Si encuentra la voluntad para volver a levantarse a pesar del mareo es solo debido a que de pronto se le antojan las luces más brillantes que hace un segundo, a que las paredes súbitamente han comenzado a cerrarse a su alrededor, volviéndose más pequeñas; y hay una voz grave que le susurra al oído que si no se va en ese instante, jamás podrá salir de ahí.


Así que se arrastra por instinto hasta que sus palmas no tocan el suelo, sino la pared, y después de esta la piel ardiente de quién sabe quién, que se le cruza en el camino. Como un sabueso maldito sigue el sonido amortiguado de la música hasta que se le cumple de lleno el deseo hambriento de encontrarse de frente con el océano de gente que, bajo los efectos de la coca, han perdido el rostro, el sexo y cualquier cosa que alguna vez pudiese haberlos identificado como seres humanos. Se talla la nariz con fuerza, en un inútil intento de dispersar la irritación que le quema la nariz y se extiende hasta la boca de su garganta; y mientras el incendio da su avanzada de reconocimiento por sus ojos, su lengua y los oídos, se hunde hasta el cuello en aquella masa danzante de sombras que lo empujan, lo jalan, lo tocan y serpentean por sus brazos.


El volumen de las luces y el color de la música que lo envuelve son suficientes para adormecer sus pensamientos por un instante, y entonces llega el bienestar. La felicidad, la euforia, las ganas de sentir por completo los cuerpos que se chocan contra el suyo, la frescura de cada bocanada de ese aire viciado lleno de humo, con sus notas de lágrimas y saliva y sudor; tabaco rancio, alcohol adulterado.


Palpa la mezclilla sobre sus muslos, busca el teléfono sin saber qué desea hallar en realidad. Pero la batería ha muerto, y todo lo que encuentra en la pantalla es su reflejo pálido, demacrado, húmedo y desorientado. Cuando lo guarda de nuevo, se olvida de lo que ha visto.


Las culpas pueden esperar a la mañana.Siempre a la mañana.

Mientras sigo aquíWhere stories live. Discover now