Mientras sigo aquí

Coco

Desde niña siempre quise una tortuga y mis papás nunca pudieron comprarme una. Tú lo sabías. Fue por eso que en nuestro quinto mes de casados, me iluminaste la existencia con un animalito tan pequeño como la palma de tu mano y un moñito rosa en el caparazón. Lo hiciste en el restaurante de siempre, ese donde me pediste que fuera tu novia, años después tu esposa y en el que juntos celebramos cincuenta y un aniversarios. La llamamos Coco.

Vi muchas cosas crecer a su mismo paso: lento, pero seguro. Un hogar, una vida. Cuando alcanzó los treinta y cinco centímetros, encontré las primeras canas escondidas entre mi cabello. Cuando llegó a cuarenta y tres, ahora lo que buscaba entre los mechones grises era un solo hilo negro aún aferrado a mi cabeza con el cual poder presumirte, con una sonrisa, que seguía siendo más joven que tú.

Durante su primera muda de caparazón tuvimos a nuestra primera hija. Nunca fue de querer perros o gatos, se pasaba horas en el jardín jugando con Coco hasta que caía el sol. Después, cuando volvían a casa, las dos estaban listas para devorar su cena e irse a dormir.

Ella apareció en todas nuestras fotos familiares, incluso en la sesión de recién nacido de nuestro segundo hijo. Tú solías decirme, con ese humor tan particular, que "un día te iba a cambiar por Coquito". Yo no te hubiese cambiado por nada en la vida, pero solía decir que Coco no rezongaba si le decía que apagara ya la televisión y viniera a dormir.

Cuando te fuiste, no me dejaste sola. Me dejaste a Coco, para tener una razón por la cuál seguir levantándome por las mañanas para darle de comer. Con ella, el peso de tu ausencia se volvió más soportable mes tras mes, y cuando decidiste venir por ella, sé que fue porque supiste que iba a estar bien, y ahora quien necesitaba su compañía eras tú.

Hoy, dos años después de que la llevaras contigo, sé que es mi momento de acompañarlos por fin. Cierro los ojos y espero que quien me reciba en cuánto dé mi último aliento sean Coquito y tú.