Capítulo 14: escapar.

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Finn Murphy

Tener a Violet en mi vida me ha permitido conocerla mejor. Antes, solo podía observar que era una persona calmada, responsable y delicada, no obstante, conforme los días han transcurrido y nos hemos ido conociendo poco a poco, he tenido la oportunidad de indagar mejor en su personalidad. Verla cada día me permite analizar cada mínimo detalle de ella y, aunque al principio me asustaba afrontar lo que sentía, comienzo a bajar la guardia en la sobreprotección de mis sentimientos. 

Semanas antes, me habría reído a carcajadas si alguien me hubiese preguntado si era capaz de abrir mi corazón a otra persona. No obstante, en estos momentos me siento tan vulnerable en cuanto a mis emociones que Violet ha podido tejer y destejer en mí todo lo que ha podido. Y yo no he sido capaz de evitarlo.  

Fue cuestión de días para que me sorprendiera a mi mismo recogiéndola del trabajo o del instituto, permitirle recostar la cabeza en mi hombro cuando no soporta el cansancio de regreso a casa y quedándome fascinando con cada una de sus rarezas, manías y risas. 

Repentinamente, Violet ya no solo es alguien que necesito proteger de las injusticias de su entorno. Por el contrario, ahora, se ha transformado en un rayo de sol en medio de una semana nublada y lluviosa. Y, aunque me aterroriza ser consciente de esto, me encanta. 

Me gusta verla cada mañana con el cabello despeinado y los ojos adormilados, escucharla reír por las ocurrencias de Daisy, pintar con esmero en la mesa de la cocina en sus días libres y descubrir pinceladas de ella cuando habla y habla sin parar. 

Es agradable saber que detesta los arándanos, el color rojo y los días lluviosos o que le encanta diseñar ropa en sus blocs de dibujo, las películas románticas, la fotografía y la repostería. Me ilusiona conocerla más y ya no soy capaz de imaginarla lejos de mí. 

Mi mayor miedo se está cumpliendo y, por alguna extraña razón, me abstengo a evitar que esto siga ocurriendo. 

El destrozado saco de boxeo que compré con mi primer sueldo se balancea de un lado a otro conforme me dedico a ejecutar mi entrenamiento diario. Primero, salto a la cuerda durante quince minutos, prosigo haciendo flexiones hasta que me duelen demasiado los abdominales y, cuando creo que he sudado lo suficiente, coloco mis guantes para poner en práctica todos los golpes que he estado aprendiendo durante años.

Entrenar me ayuda a reducir toda la ansiedad que cargo sobre mis hombros. No me importa acabar agotado del trabajo o tener la mente saturada de preocupaciones y me centro únicamente en el saco, mi respiración y mis movimientos. El saco no grita, ni llora y no puedo evitar recordar a mi padre. 

Tal vez me comenzó a gustar el boxeo por los golpes de mi progenitor. Con cada una de sus palizas, me imaginaba a mi mismo devolviéndole los puñetazos y las patadas que me proporcionaba, la rabia me consumía y necesitaba algún lugar donde descargar aquella asfixiante emoción. En el instituto, me reunía con un grupo de estudiantes de último año que bebía y  se drogaba de vez en cuando, no molestaba a nadie, sin embargo, mis compañías no pasaron desapercibidas por los demás estudiantes y acabe consiguiendo una fama que no me correspondía. 

Los rumores de que era un monstruo violento se esparcieron como la pólvora, mi frialdad no ayudaba en nada y acabé siendo un marginado al que de vez en cuando los estudiantes más populares retaban a peleas. Así fueron los primeros años de  mi adolescencia, peleas estúpidas, nudillos rotos y unos padres que me asfixiaban en violencia. 

Los hermanos MurphyWhere stories live. Discover now