12. Hacia Londres

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Esa noche él se llevó un papel en blanco y un carboncillo con él al comedor mientras esperaba a Brianna.

Sintió cierto recelo de sacarlo de su bolsillo mientras los demás huéspedes ocupaban la habitación pero una vez que uno a uno fueron saliendo él estiró el pergamino en la mesa frente a si y comenzó a bocetear la chimenea con una versión de los troncos apenas comenzando a quemarse, luego otra con llamas abundantes y fuertes que se extendía a través de la rejilla, después dibujó la mesa con los taburetes irregulares en el centro de la habitación con muescas en la madera, después dibujó el camino sinuoso hacia el arroyo y el agua con sus piedras y profundidades. Perdió la noción del tiempo y el espacio mientras tanto, disfrutando del momento encapsulado que lo mantenía cautivo de sí mismo y sus preocupaciones.

El arte tenía esa virtud y defecto en las personas. Suavizar la crudeza de la vida con algo tan hermoso que se tornaba etéreo o remarcar la angustia extrema al plasmar una tragedia para mantener su recuerdo en el mundo. Y todas las emociones en medio, también. Lo que le hacía al artista era aún más complicado de explicar, la línea entre amar y odiar su obra era fina e indeleble, así como estaba al alcance la decisión de abandonar todo para nunca más hacer arte cuando el hastío tomaba parte. Para Sebastián era algo que nunca podría abandonar por voluntad propia, era lo que evitaba que se volviera insoportable la vida misma. Lo que le daba al menos un poco de alegría y alivio.

Solo se detuvo ya muy entrada la noche cuando cada rincón del papel que tenía quedó cubierto y sus dedos hormiguearon comenzando a adormecerse, entonces levantó la mirada al reloj de pared encima de la chimenea descubriendo que ya había pasado la medianoche y Brianna no había aparecido.

Se levantó pero se congeló a medio paso cuando notó la figura encorvada sobre una de las mesas alineadas a la pared tras de él, el cabello rojo inconfundible le caía por la espalda y el rostro en bucles desordenados con la cofia olvidada, su rostro se mantenía erguido por el apoyo de su codo sobre la mesa y su barbilla en su mano, mientras que a un lado estaba un bandeja similar a la de la noche anterior ya usada. Ella dormitaba tan ligeramente que cuando él dió un par de pasos para acercarse, despertó y miró a su alrededor.

— ¿Que haces aquí, Brianna? — inquirió él.

«Cuando estás tan evidentemente exhausta» añadió para si mismo.

Ella parpadeó y se frotó un lado de la boca con su puño, él no se permitió notar como sus labios se curvaban en un puchero y sus ojos encapotados tenían un cariz tentador. No debería verse tan deliciosamente tentadora cuando dormía.

— Esperaba por ti

Ni su voz volverse ronca.

Sebastián se frotó la barbilla y frunció el ceño.

— Maldita sea, no debiste — respondió él.

La mano que ella mantenía en el aire cayó y el sueño remanente de repente se extinguió de su expresión reemplazado por un ceño molesto.

— ¿Por qué siempre tienes que ir de calor a frío tan rápido, Milord? En un momento creo que somos buenos amigos y al siguiente me haces sentir como una grandísima estúpida — desvió la mirada y tragó, el acento cerrándose sobre sus palabras y volviendolas más crudas — Aunque nadie te lo haya dicho ese malhumor te vuelve muy desagradable. A algunas personas no les gusta que les recuerden a cada rato que son estúpidas, aunque no lo creas.

Sebastián cerró los ojos y admitió para si mismo que, desagradablemente, esa había sido la intención de su regaño. Encontrarla que estuvo allí por un rato cenando por su cuenta para no interrumpirlo mientras baceaba sus pensamientos en bocetos, seguramente murmurando para sí, lo puso nervioso. Además de que ella debería estar descansando adecuadamente luego de su jornada laboral, algunas veces debía pensar en si misma como prioridad. Pero no debió herirla de esa manera.

Amar al vizconde Where stories live. Discover now