26. El umbral de la puerta

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Él entró primero al salón con su mejor y más letal expresión de vizconde malhumorado, mientras que Brianna hizo una pequeña pausa en la puerta.

Su corazon debía estar enfermo porque no latía con normalidad desde que Sebastián le puso un dedo encima y ahora ante la perspectiva de enfrentarse de nuevo a Lord y Lady Houghton latía lentamente y casi en una marcha fúnebre. Existiendo en ambos extremos de una difícil cuerda emocional.

Esa mañana ella salió con un firme propósito y con una motivación cubriendo su piel, no había dudado al caminar las pocas calles hasta la mansión Houghton ni cuando la enorme estructura se había alzado frente a ella como un dragón con toda su opulencia y esculturas talladas, ni cuando un mayordomo la miró con desagrado o cuando la hicieron pasar a regañadientes. No cambió su actitud cuando se enfrentó a Lord Houghton, porque era en su mayoría inofensivo sino que todo flaqueó al enfrentarse al resto, también había estado Lord Holt, el heredero hijo mayor y a la esposa de este. También cuando apenas vió la mueca de horror del dragón residente, la condesa viuda.

Eran como los lobos, podría enfrentarse a uno por si solo pero cuando estaban en manada era lo verdaderamente peligroso.

Respiró hondo y juntó sus manos temblorosas para calmarse antes de entrar con la espalda derecha y su nariz en el aire, con una expresión en blanco. El salón se dió cuenta no era tan bonito como el salón personal de Amelia, sino que era lo requerido para un salón que recibía visitas de la alta sociedad, con una gruesa y elegante alfombra y sofás oscuros alrededor de este, las cortinas también en un tono marrón tocaban el suelo y cubrían cristales muy brillantes. Habían apliques en cada pared hermosamente adornados y una mesa de té con delicada porcelana.

Brianna supo que todo era tan diferente porque esto era lo esperaban los demás de una mansión de un vizconde, mientras que a Amelia le gustaba menos adornos y más luz en su lugar personal. Sabía que todas las familias eran diferentes, podían aparentar perfección al mundo pero las diferencias y vicicitudes siempre salían a la luz, pero luego de experimentar a ambas se dió cuenta de cuánto.

En el centro del sofá de tres plazas se encontraba la condesa viuda, una mujer ya entrada en años con un halo brillante de cabello plateado peinado a consciencia y la piel pálida que destacaba especialmente por sus ropas negras y el regio velo. Lo único emocional en ella fueron sus manos fuertemente apretadas en el puño del bastón frente a ella, sus labios en una fina línea y sus ojos dorados que se clavaron en ella en cuanto entró. Mientras Lord Houghton se encontraba de pie detrás del sofá con las manos tras su espalda dejando a la vista su enorme circunferencia, seguía siendo el mismo hombre con elegantes y vibrantes ropas que había conocido hacía años pero con una capa de opacidad encima, ya no parecía el hombre importante e inalcanzable que parecía merecer más en el mundo.

Ya no era un sueño.

Amelia se encontraba en el sofá de enfrente, como anfitriona de la sala pero con los remates de una energía nerviosa en la forma como sus manos aleteaban sobre el servicio de té.

Mientras que Sebastián era el dueño. De pie en toda su gloriosa altura como si no vistiera las mismas ropas de la noche anterior y hubiera dormido a medias.

Su expresión fría fijada en Lord Houghton con una oscura ceja arqueada que retaba a que se moviera un solo centímetro de la forma incorrecta para enviarlo fuera de la casa. Su casa.

— Niña — llamó Lady Houghton, con su fuerte voz atrevesando la habitación con facilidad, sus ojos encontrandola — Ven aquí.

Aunque cada fibra de su ser y años de servicio le alertaron para obedecer, ella dudó. Porque mientras su padre biológico ya no era tan impresionante, ese viejo dragón si lo era y era por quién se sentía intimidada.

Amar al vizconde Where stories live. Discover now