37. Pintar

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Perdió la noción del tiempo.

Sebastián estuvo allí horas, sentado en el suelo con su espalda apoyada en la pared de la galería de la mansión Sutherland, el suelo estaba frío y la noche había vuelto a caer pero él no se movió.

Se encontraba mirando fijamente el cuadro frente a él, como muchas otras generaciones de vizcondes su padre fue inmortalizado con un retrato. Todo cuidadosamente arreglado para que la silla en la que se encontraba apoyado estuviera en ángulo contra las cortinas verdes de atrás, el pintor había colocado cada cosa en el cuadro para mostrar opulencia y poder, como cualquier otro retrato a un noble. Su padre tenía el cabello oscuro como la noche y los ojos azules pero en el retrato su cabello parecía castaño y los ojos apagados. No le agradaba esa imagen pero aún así se quedó allí por horas porque sintió la presencia de su padre.

Porque en ese momento que se sentía agotado y devastado necesitaba más que nunca la compañía de su padre.

La compañía de un hombre honesto, amable y que aunque hubiera presenciado el mal en el mundo una y otra vez, seguía siendo amable y honesto con todos. Durante algún tiempo Sebastián había perdido su norte, esa brújula que su padre había inculcado en su educación y había hecho cosas de las que no sentirse orgulloso pero por primera vez en su vida adulta se sentía capaz de sentarse allí y mirarlo a los ojos, porque comprendía en que se había equivocado y lo iba a solucionar.

Estaba así cuando una voz en la oscuridad lo sobresaltó diciendo su nombre.

— Sebastián.

Se volvió para encontrarse a la mujer más hermosa en el mundo mirarlo con su rostro ladeado y una suave sonrisa. Usaba un camisón rosado pálido, abotonado hasta la barbilla y con ribete en el dobladillo, su cabello era una cortina de rizos castaños y rojos que le caía por encima de un hombre y aunque parecía un poco pálida con sus pecas más destacables se veía más saludable que la última vez que la vió durmiendo en su cama, sedada por la fiebre.

Los niños había llorado desconsolados cuando la vieron y con un extraordinario cuidado se había subido a la cama para rodearla con sus pequeños brazos. Ella había suspirado en sueños y los había acogido aunque no estuviera consciente. Estuvo así por tres días más hasta que esa mañana se despertó por completo con la herida en la cabeza significativamente menos inflamada o eso al menos le dijeron.

No había querido interrumpir su reencuentro y no la había visitado durante el día.

Pero ahora ella misma lo había encontrado.

— Brianna — su voz estaba sin aliento — ¿Te sientes mal?

Ella se acercó, sus pequeños pies con delgadas zapatillas asomándose por debajo de las faldas le provocaron ternura. Toda ella le provocaba intensas sensaciones.

— De hecho, me siento muy bien, gracias — antes de que pudiera levantarse ella se sentó a su lado con sus piernas dobladas — ¿Cómo estás tú?

Él solo pudo mirarla. Sus preciosos ojos habían recuperado parte del brillo y mantenía parte de su sonrisa.

— Estoy bien — ella lo sorprendió cuando se estiró y besó su mejilla suavemente, el aroma a flores lo inundó — ¿Por qué fue eso?

— Gracias por todo lo que hiciste. Eres el mejor hombre que conozco.

Con su corazón latiendo tan fuerte que presentía ella podía escucharlo, Sebastián asintió y miró hacia el frente pero no por mucho tiempo su mirada regresó a ella, hechizado por su presencia. Ella lo miraba con su barbilla apoyada en sus rodillas dobladas.

— Los niños me lo contaron todo. Debió ser terrible presenciar todo lo que ocurrió en ese lugar.

Sebastián suspiró.

Amar al vizconde Where stories live. Discover now