36. Confianza ciega

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Las lágrimas le nublaron la vista de nuevo, como si la lluvia que azotaba afuera se hubiera trasladado a su interior. Se miró las manos y sintió tanta pena en su corazón que no estaba segura de volver a sentir paz en su vida.

Su cabeza dolía terriblemente, su espalda ardía y que su corazón sangraba. Que si llegaba a cerrar los ojos las pesadilla regresaría y volvería a ver un cuerpo pequeño y flaco colgando en el aire al final de una cuerda, el rostro contorsionado y sin vida.

Alguien le puso un pañuelo, blanco como la nieve, en las manos sacándola momentáneamente de su locura. Hipando, levantó la mirada para seguir la mano extendida hasta el rostro de un hombre que no conocía, observó a su alrededor por primera vez notando las paredes con empapelado color amarillo y pequeñas hojas verde que le eran familiares, también la gran ventana que daba hacia el jardín de rosas de Lady Sutherland pero que en ese momento tenía las cortinas entornadas para tratar de ocultar parte de la penuria de afuera.

Se distrajó con el brillo de las llamas de la chimenea que una criada con delantal ayudaba a atizar junto a Amelia que también se encontraba en la habitación, las llamas subía alargadas por la chimenea y los troncos crepitaban. Recordó que en medio del caos que había caído en el patio de la prisión y la calle de enfrente, alguien de la multitud había prendido en llamas el uniforme de un mozo mientras otros lanzaban piedras a diestra y siniestra. En ese momento, afectada por la visión del cuerpo sin vida de su hermano no había comprendido si las personas trataban de ayudarla o no, pero solo sabía que sintió miedo.

Un miedo único y primitivo que cuando fue consciente solo empeoró, se podría tener miedo a los recuerdos, a la vida, a la misma muerte, a los fantasmas o a los lugares. Pero el miedo que movía a las personas y ocasionaba grandes males era el miedo a otras personas, el miedo al daño que podían causar palabras y acciones, el miedo del que esas mismas personas se aprovechaban para aplastar a todos y cada uno.

Ese hombre, Lord Argyll, era un hombre salvaje fuera de control con el poder suficiente para usar el miedo a su favor. Él sentimiento de odio encrudeció sus recuerdos cuando después de azotarla públicamente solo la empujó a un lado para hacer lo que le daba la gana con sus hermanos, alguien más de la multitud la empujó entonces con la suficiente fuerza para abrirle la cabeza y que se desmayara.

Aunque le había pedido a Sebastián que no lo matara, el corazón dolorida de Brianna se imaginó a ese hombre quemándose en las llamas del infierno y sufriendo cada segundo.

- ¿Señorita Smith?

Brianna se sobresaltó y parpadeó lejos de ese momento, horrorizadose de su propia mente. No debería permitir que el odio la arrastrara, no cuando sabía que tan lejos podía llegar una persona para dañar a otra.

Apartó su mirada de la chimenea para encontrarse con el hombre de cabello oscuro y piel bronceada que aún sostenía el pañuelo ante ella.

- Gracias - lo recogió y se limpió el rostro porque se dió cuenta las lágrimas seguían corriendo - ¿Usted...?

- Mis disculpas, no me he presentado adecuadamente - se enderezó, sus ropas elegantes no eran especialmente llamativas sino más bien monótonas con diferentes tonos de gris y negro, pero tenía una mirada marrón de ojos ciertamente llamativa- Soy Jonathan Flecktner, barón de Darvish. Pero quizás lo más importante es que soy médico y me han solicitado atendenderla. ¿Cómo se siente?

Considerando la magnitud de la realidad que estaba viviendo no sabía que dolía más, si su alma o su cuerpo. Brianna respiró hondo.

- Me duele el corazón.

Él la miró en silencio por un momento, fue curioso como su mirada transmitía tranquilidad.

- Eso es bueno porque le indica que al menos no lo ha perdido por completo. Significa que está viva.

Amar al vizconde Where stories live. Discover now