Capítulo 7.

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Alan estuvo a punto de suicidarse por mí.

Alan estuvo a punto de suicidarse por mí.

Alan estuvo a punto de suicidarse por mí.

A pesar de que mis padres estuvieran peleando con unos ruidosos gritos, no podía sacarme de la cabeza la imagen de Alan, llorando y amenazando con terminar con su vida y todo por mí.

La simple idea me provocaba náuseas. Es decir, qué persona en su sano juicio podría pensar en algo así... aunque, pensándolo bien, era una solución para terminar con todos los problemas.

Apretujaba mis rodillas contra mi pecho, intentando recuperar el aliento.

Alan... estuvo... a punto de... suicidarse... por mí.

Por más que intentaba parar de llorar, no podía. Me convertí en un frágil manojo de emociones y todo me parecía irreal: desde los gritos de mi madre, hasta el peluche que estaba junto a mi cama.

La puerta de mi habitación se abrió de golpe y mi padre, furioso, se acercó a mí y me levantó de un tirón, sujetando mi brazo. No me resistí, pues no tenía las fuerzas ni el deseo de hacerlo.

Me llevó a su recámara, donde se encontraba mi madre llorando contra su almohada.

—¡Dile Marcela!—gritó mi padre—. Dile que es una basura y que no sirve para nada.

Mi madre me miró suplicante. Entonces, por primera vez en muchos meses, aprecié su rostro demacrado. Una fina cicatriz atravesaba su ceja izquierda, dividiéndola en dos partes; tenía oscuras bolsas bajo sus ojos, los cuales habían perdido el brillo. Y su labio estaba ligeramente hinchado.

—¡Maldición! —Mi padre me sacudió varias veces—. ¡Te estoy hablando!

—Yo... no sé de que hablas —dije en voz baja.

Me lanzó con fuerza al suelo y caí de bruces, disparando un agudo dolor en mis piernas, aunque ni siquiera éso consiguió disipar el estupor.

Continuaron gritando, mientras me arrastraba por el suelo, hasta que llegué a mi habitación y me encerré con un portazo.

Mis manos temblaban, y cada parte de mi cuerpo se sentía ajena. No podía controlar el dolor de mi pecho ni la rapidez con la que palpitaba mi corazón.

Todo estaba mal, jodidamente mal y ya no lo soportaba.

Los párpados se sentían pesados sobre mis ojos. Era más de media noche, y llorar hasta quedarme sin lágrimas no servía para mantenerme activa, por lo que tomé una chaqueta de mi ropero y salí a hurtadillas de mi habitación.

Los gritos habían cesado en algún momento de mi distracción, pero la furia de mi padre continuaba con la misma intensidad. Caminaba de un lado a otro de la sala, bebiendo de su botella de Ron, maldiciendo por lo bajo y pateando cualquier cosa que estuviera a su paso.

Mientras él observaba el lado contrario de la puerta principal de la casa, me encaminé fuera de mi hogar, sin embargo, pisé un pedazo de vidrio, el cual crujió bajo mi peso.

—¿A dónde vas? —preguntó la voz ronca detrás de mí—. ¿Y quién te dio permiso de salir?

Temerosa, le dediqué una mirada. Nuestros ojos se cruzaron apenas unos segundos, antes de que entrara en pánico y comenzara a correr fuera de mi hogar. Ignoré el dolor que se expandió por mis rodillas debido al impacto que sufrí minutos antes. Mis pisadas sobre el pasto parecían golpes de guerra, con un enemigo persiguiéndome, aunque no tuve el valor de mirar hacia atrás cuando mi padre gritó que volviera.

Gritos de soledad [.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora