Epílogo.

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Las bolsas bajo mis ojos cada vez eran más oscuras, y mi piel se veía más pálida con cada día que transcurría. La falta de una buena alimentación y sueño reparador comenzaban a surtir sus efectos de manera visible. 

Suspiré agotada. No había nada que pudiera hacer para mejorar mi apariencia. 

Salí de mi hogar a hurtadillas, esperanzada de no despertar a mi padre, quien dormía en el sofá de la sala. Por fortuna conseguí que la puerta de entrada no rechinara y que mis pasos fueran los de un espía profesional. 

Me dirigí a la parada del autobús, arrepentida de sólo llevar un delgado suéter para cubrirme del frío. Apenas era primero de noviembre, pero el viento helado comenzaba a calar hasta los huesos, sin embargo, tuve que resignarme, pues no pensaba regresar a mi casa y arriesgarme a ser atrapada por mi progenitor. Prefería contraer un resfriado que encararlo luego de su ataque de furia de la noche anterior. 

En la banca estaban dos chicas sentadas, envueltas en una manta, mientras reían. Recordaba haberlas visto en la escuela, pero no solía prestarles mucha atención a los demás estudiantes. No hasta aquella mañana.

Tenía sólo dos meses para admirar los momentos importantes y los casuales, como aquél: dos amigas juntas, siendo felices a las siete de la mañana a pesar de que el frío fuera brutal. 

El autobús llegó justo a tiempo, pues creí que en otro minuto más en la tempestad y moriría de hipotermia. 

Me senté en uno de los asientos del medio, del lado de la ventana, y me hice un ovillo para intentar entrar en calor. Frotaba mis manos con fuerza y soplaba ocasionalmente sobre ellas, deseando que mis dedos dejaran de estar entumidos y pudiera rascar mi cuello. 

Durante el trayecto, sólo podía pensar en una cosa: 31 de diciembre. 

Dos meses.

Únicamente dos meses para arreglar todos mis asuntos. Los cuales eran sencillos, pero temía llevarlos a cabo, y el primero de ellos, era ser amable con los idiotas de mi salón, aunque un día atrás les hubiese deseado el mal y escribiera tanta mierda sobre ellos en mi diario.

Cuando reparé en la realidad, el conductor me miraba disgustado desde el frente del camión, esperando a que decidiera bajar. 

—Lo lamento —dije cuando pasé a su lado.

Al bajar, el violento aire azotó contra mi cuerpo, mandando oleadas de desesperación a cada una de mis terminaciones nerviosas. Necesitaba entrar al salón si no quería terminar como una estatua de hielo, pero me tomé demasiado tiempo caminando por los pasillos de la escuela.

Terminando el semestre no volvería a ver aquellas paredes rayadas con tonterías, ni las puertas de madera de color chocolate, ni siquiera regresaría a los baños que olían a azufre ni el piso sucio que, decían los rumores, lavaban todos los días. 

Todo comenzaba a formar parte de mi realidad. 

Pequeñas cosas a las que nunca antes presté atención, se convirtieron en lo más maravilloso de la vida. Desde una simple flor, hasta el hecho de que la escuela parecía estar llena de alegría. 

Mis piernas se sentían pesadas con cada paso que daba.

Entré al salón, agotada por la noche que había pasado en vela platicando con Edgar acerca de lo que ocurriría con nuestra familia. Le aseguré que todo estaría bien, aunque en el fondo quisiera romperme a llorar y decirle que las cosas mejorarían cuando ellos fueran libres, y yo estuviera lejos.

Me sorprendí cuando noté que Daniel Blair estaba dormido en una butaca del fondo de la clase. Se veía tan gracioso, con el cabello alborotado y la boca entreabierta. Fue inevitable que una pequeña risa se me escapara.

Entonces, abrió los ojos y clavó su mirada en mí. 

 


Gritos de soledad [.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora