Capítulo 17.

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26 de septiembre.

Los adultos creen que los adolescentes no podemos estar deprimidos.

Que nuestras únicas preocupaciones deben ser ir a la escuela y ayudar con las tareas del hogar. Pero ellos no lo entienden. A pesar de que alguna vez fueron jóvenes, piensan que la pubertad es sencilla.

Que no sufrimos. No lloramos. No nos importan los comentarios de los demás. No experimentamos decepciones ni traiciones. No gritamos. No atravesamos un lapso de estrés.

Ellos creen que no sentimos.

Pero éso no significa que sean unos despiadados sin corazón.

O no todos.

***

Delgada, pero no por el ejercicio.

Maquillada, pero no para lucir bella.

Sonriendo, pero no por ser feliz.

El espejo, en aquella ocasión, parecía un chiste cruel.

Por primera vez noté la seriedad de mi mala alimentación. Mis clavículas eran como las que cualquier chica vanidosa querría: bien marcadas y sin una pizca de grasa. Mi abdomen plano no se debía a una rutina de cien abdominales al día, sino a la constante falta de alimentos. Y mis delgados brazos ya no conseguían levantar a mis hermanos del suelo cuando no querían ir a bañarse.

-A veces debemos sacrificar el físico -pensé taciturna.

Por supuesto que mis hermanos estaban saludables y fuertes, pues la mayoría de la comida que compraba estaba destinada a ellos. Además, no permitía que se fueran a la cama sin haber cenado, aunque fuera, un plato de sopa.

Cada que no me sentaba a la mesa con ellos para cenar, me preguntaban si estaba enferma. A lo que debía responderles, con un temblor en la voz, que no tenía hambre, a pesar de que mi estómago doliera e hiciera ruidos extraños.

Deslicé los dedos sobre la delgada y blanca cicatriz que tenía en un costado. La cual se debía al zapato de mi padre enterrado en mis costillas.

Analicé cada centímetro visible de mi cuerpo, contando las cicatrices que tenía debido a mi padre: trece en total. Tres en mi brazo derecho, seis en mis piernas, una en mi labio, dos en mi espalda y una en mi brazo izquierdo.

Trece.

Suspiré, agradecida de ser yo quien cargara con el dolor emocional y físico. La única ocasión en la que mi padre golpeó a Edgar me sentí devastada, pues no pude protegerlo. Aunque aquello no volvería a ocurrir, no mientras estuviera viva.

Me miré una última vez en el espejo, antes de vestirme y tomar mi mochila.

—Eres Marcela Rivas, y nadie puede cambiarlo —dije en voz baja—. Eres fuerte.

La casa se encontraba sumida en la oscuridad, a excepción de una pequeña rendija de la puerta del baño, donde se encontraba mi padre, expulsando el alcohol que revolvía su estómago. El sonido del vómito cayendo en el inodoro me provocaba náuseas y un cosquilleo en la columna.

Respiré con fuerza, decidida a llegar a la salida sin encender ninguna luz, pues si lo hacía, mi padre sabría que estaba a merced de su violencia.

Di cada paso con cuidado, deseando que mi progenitor no se diera cuenta de que estaba ahí. Sin embargo, pateé una lata de cerveza que se estrelló contra la pared, emitiendo lo que sería un ligero repiqueteo pero, en aquél lúgubre silencio, se asemejó a una roca estrellándose contra un cristal.

Gritos de soledad [.5]Where stories live. Discover now