Capítulo 16.

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Su oscuro cabello castaño cubría la mitad de su rostro cada vez que se agachaba para escribir algo en su libreta morada. Después me dedicaba otra cálida sonrisa, y continuaba con su labor de anotar las palabras que consideraba importantes. 

—¿Cuál es el problema de ser débil? 

—Las personas te humillan, intentan destrozarte, pues saben que no eres capaz de defenderte. 

—¿Alguna vez te han humillado? 

—No —negué por lo bajo—. He sido yo misma por permitir que me trataran de aquella manera. 

—¿Y qué has pensado hacer al respecto? 

—Si se lo dijera —respondí en voz baja, acercándome a ella—, creería que estoy loca. 

—Marcela —sonaba preocupada—. Te conocí aquella vez en el hospital cuando intentaste... 

—Suicidarme —completé con indiferencia—. Sí, lo recuerdo, ¿qué ocurre con ello?

Cruzó las piernas, dejando al descubierto la mitad de su muslo derecho, el cual parecía demasiado perfecto para pertenecer a una señora de cincuenta años. 

—Realmente me preocupa que lo intentes de nuevo. 

—Si lo quisiera, ya lo hubiese hecho —respondí con la misma petulancia que llevaba fingiendo desde que llegué al consultorio de la psicóloga Arellano. 

—¿No has vuelto a pensar en...?

—No —la interrumpí con brusquedad. 

—Lo dices para tranquilizarme, o porque realmente no lo has pensado. 

El sillón de cuero negro rechinó bajo mi cuerpo cuando me erguí, intentando disimular mi posición defensiva antes sus preguntas.  

La psicóloga Arellano, especialista en problemas suicidas, fue quien tomó mi caso —por decirlo de alguna manera—, la vez que consumí demasiadas pastillas y terminé en el hospital para un lavado gástrico que me dejó perturbada durante semanas. Su trabajo consistió en darme una pequeña terapia donde me mostraba distintos casos en los que las personas optaban por terminar con su vida, cuando la realidad era que existían diversas soluciones para sus problemas. Sin embargo, en lugar de ayudarme a olvidar el tema de la muerte, me abrió los ojos a distintas maneras de terminar con todo. 

Ella creía que mi intento de suicidio fue debido a una ruptura amorosa, pues le conté acerca de mi antigua relación con Alan, y la traumática forma en que terminamos cuando él amenazó con terminar con su vida tras haber rechazado su propuesta de matrimonio. Mas nunca le conté que toda mi tristeza provenía del lugar que, aparentemente, debería de ser un refugio para mí. 

Por segunda ocasión, estaba sentada en uno de sus lujosos sillones, observándola con cuidado, pues ella parecía analizar cada uno de mis movimientos, a la espera de cualquier posible intento de suicidio.

—Quizás lo he pensado —respondí con calma—, pero no tengo el valor para hacerlo. 

—¿Qué o quién te lo impide?

—Mis hermanos. 

El pequeño reloj, que se encontraba sobre su estante con gran variedad de libros, emitió un ligero y relajante sonido que se asemejaba al trinar de los pájaros en primavera. Las manecillas de éste marcaban las siete en punto. 

El tiempo se había terminado. 

Me levanté, detestando el extraño chirrido que el sillón causó cuando me levanté, pues se asemejó a una flatulencia. 

Gritos de soledad [.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora