Capítulo 18.

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Terminé de leer la noticia, con lágrimas empañando mi visión.

Las personas creían que un suicida sólo quería llamar la atención, pero eso no tenía sentido.

Cuando realmente deseas morir, no lo dices, lo haces. Y al hacerlo, no puedes saber si sólo una persona se enteró de tu muerte, o fueron cientos de miles.

Aquél chico de las noticias lo hizo en un lugar en el que era poco probable que encontraran su cuerpo y, por ende, eran muy escasas las oportunidades de que su muerte fuera anunciada, lo que significaba que lo hizo deseando que nadie se enterara.

En cambio, aquellas personas que gritaban a los cuatro vientos que eran suicidas, continuaban vivos, fingiendo sufrimiento. Por ello mismo, no le conté a nadie sobre mi plan.

Suicidarme. 

Tuve varias recaídas a lo largo de los meses, pero siempre conseguí salir adelante, gracias al amor que mis hermanos me brindaban. Sin embargo, la última vez que pensé en ello, fue definitivo. 

El motivo: mi padre.

Imaginaba que ser suicida se trataba de subir imágenes depresivas a mis redes sociales y publicar fotos de autoflagelación. Pero no. No era así en lo absoluto.

Durante las noches tenía que cubrir mi boca para que no se escucharan mis sollozos, y debía cerrar mi habitación con seguro para que nadie pudiera entrar y enterarse de que estaba en el suelo, intentando controlar el temblor de mi cuerpo. 

Y, por la mañanas, antes de irme a la escuela, iba a la habitación de mis hermanos y les daba un beso en sus frentes, pues no sabía si ese sería el último día que los vería. 

Tomé mi mochila y me dirigí a la entrada de mi hogar, sin embargo, me detuve de golpe cuando vi que la luz de la cocina estaba encendida. 

Mi corazón se agitó con la simple idea de que fuera mi padre quien estuviera ahí. 

—¿Marcela? —llamó la voz de mi madre—. ¿Eres tú?

Todos los músculos de mi cuerpo se relajaron, y pude llenar mis pulmones con oxígeno fresco sin preocuparme en que alguien escuchara mi respiración.

Asomé mi cabeza por la puerta de la cocina y mi mirada se cruzó con la de mi madre.

—¿Qué ocurre? —pregunté, exhausta.

—Luego de que pases por tus hermanos, ¿puedes ir a comprar un poco de comida? —Me extendió un billete de quinientos y la miré sorprendida—. Anda, tómalo.   

Acepté el dinero, esperando algún tipo de regaño o burla. Pero aquéllo nunca llegó.

Mi madre continuó fumando su cigarrillo. 

—¿Mamá?

—¿Qué pasa? —preguntó arqueando las cejas.

—Te amo. 

Antes de que pudiera responder, o si quiera reaccionar, salí de la cocina con la respiración agitada. No recordaba cuándo fue la última vez que le dije aquellas palabras. Ni siquiera recordaba que aún las sentía.

Corrí por la calle hasta que mis pulmones y mi garganta no resistieron. 

—¿Te amo? —pregunté en voz baja—. ¿En verdad le dije éso? 

Tomé aire, intentando calmarme. Decirle a mi madre que la amaba no tenía nada de malo. Aunque su conducta, durante años, fuera desquiciada y horrible. 

Acomodé la mochila sobre mis hombros y continué con mi camino. En mi estúpido arrebato de miedo, pasé la parada del bus, por lo que tuve que ir caminando a la escuela, con el frío viento azotando contra mi cuerpo desabrigado. 

Gritos de soledad [.5]Where stories live. Discover now