Capítulo 11.

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20 de Julio.

Si las personas conocieran el peso de sus palabras, le darían más valor a su silencio.

Hablan de mí, dicen que soy inútil y que sólo vine al mundo a hacerlo más miserable. No soportan verme llorar, ni ser una chica débil, pues se acostumbraron a verme con una sonrisa y mantener la frente en alto, a pesar de que todo estuviera mal. Pero cuando necesitan algo de mí, ellos vienen y me llaman hermosa, perfecta, adorable. Cuando lo único que hicieron fue joderme la vida.

Nunca imaginé que las personas que terminarían por arruinar mi existencia, serían mis padres.

Gritan, pelean, maldicen y, según ellos, todo es por mi culpa.

Siempre mi culpa.

El dinero que algún día estuvo destinado para mi universidad se agotó, debido a una mala inversión por parte de mi padre en el negocio de un estafador. El señor Martínez necesitaba $70,000.00 para comenzar con y mi padre fue el imbécil que le concedió la suma de dinero, con la condición de ser el mayor accionista de la pequeña empresa. Sin embargo, cuando el señor Martínez recibió el cheque, desapareció de la faz de la tierra y, con él, el último recurso monetario con el que contábamos.

Por consecuente, el carácter de mi padre se convirtió en un violento desahogo de energía en contra de todas nuestras pertenencias. Rompió platos, sillas, fotografías y el dedo índice de la mano derecha de mi madre.

Incluso, en una ocasión, intentó golpear a Edgar. Por suerte, me interpuse entre ambos y fui yo quien recibió la bofetada más dolorosa que jamás hubiese imaginado.

A pesar de ello, mantuve el silencio. No reñí, no grité, no enloquecí. Simplemente lo miré con lágrimas empañando mi visión.

Lo único bueno de todo aquello, fue que mi madre comenzó a recuperar su cordura.


Cerré la pequeña libreta que había designado para ser mi diario y salí de mi habitación, intentando sonreír a pesar del ardor que la herida de mi labio me causaba.

En la cama de Edgar estaba Liliana, abrazada a su oso de felpa preferido —el señor Wiggins— mientras dormitaba con tranquilidad. En cambio, mi pequeño hermano armaba un rompecabezas de mil piezas, en el que estaba impreso una ciudad por la noche.

Me acerqué a él y acaricié su cabeza

 —¿Tienes hambre? —pregunté con serenidad.

Asintió sin apartar la mirada de su actividad.

Fui a la cocina, donde me lavé las manos para comenzar a preparar la carne y ensalada. Partía la lechuga cuando mi celular vibró en el bolsillo de mi pantalón.

Puse el móvil sobre mi hombro y lo sujeté recargado mi cabeza sobre éste.

—¡Marcela! —La voz de Carmen retumbó en todo mi cráneo.

—¿Qué ocurre? —pregunté entorpecida—. ¿Te encuentras bien?

—Por supuesto —respondió extasiada—. Busca tu vestido más sexy, hoy iremos a una fiesta.

Crucé una pierna detrás de la otra, mientras continuaba maniobrando con el afilado cuchillo.

—¿Una fiesta? —pregunté desinteresada—. No puedo Carmen. Sabes que debo cuidar a mis hermanos.

—¡Oh, vamos! —dijo fingiendo compasión—. Puedes dejarlos con tu vecina, esa mujer adora a tus hermanos.

Medité durante varios segundos antes de responder: —No, gracias.

Gritos de soledad [.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora