CAPÍTULO II

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La Hacedora 


—Margarita tenía una capacidad envidiable en el uso de las palabras.

Debo parpadear un par de veces antes de comprender que no estoy sola en la casa. En eso, enfoco la mano que me ofrece una taza humeante y aromática que hace del recuerdo de la abuela algo más tangible.

El nudo que me cierra la garganta ha subido hasta mis ojos en forma de lágrimas que lo anegan todo, dificultándome la visión. Epona espera sin inmutarse. Trago grueso, sin ningún resultado, es inútil, he reprimido esto durante demasiado tiempo.

Dejo la carta sobre mi regazo; las manos me tiemblan, aunque ahora no es por temor, es por aquello que he perdido y no volveré a recuperar. Finalmente extiendo las manos y le recibo la taza a la chica frente a mí, quien me observa con más que comprensión. Ella también ha perdido a alguien.

—Es té de lavanda, limón y miel— informa cuando le doy un vistazo al líquido que humea. Un pensamiento se sobrepone a todos los demás: «¿Cómo supo dónde estaba cada cosa?»—; yo lo prefiero sin limón, pero supongo que tu abuela te hizo adquirir el gusto por lo cítrico y amargo.

Su tono y mueca de desagrado logra curvar mis comisuras en algo que espero parezca una sonrisa.

—Gracias— murmuro, con la mirada gacha; algo en su peculiar mirada me da escalofríos, es como si pudiese ver más allá de la materia.

«Confío en que Epona sepa guiarte».

«¿Guiarme en qué exactamente? ¿Qué significa todo esto abuela?»

La abuela era el tipo de persona que no puede pasar desapercibida, de esas que si fuesen las protagonistas de un libro lucharían contra monstruos y salvarían reinos y mundos enteros sin despeinarse. También era un tanto excéntrica: creía en que ciertos sonidos eran presagios, pero insistía en hacerme creer que las leyendas y mitos que circulaban en el pueblo no eran más que parte del folclore del mismo. En los últimos años puso mucho empeño en ello.

¿Brujas que controlaban el clima?, ¿ánimas en el morro que protegían los secretos de éste y que por eso nadie llegaba hasta la cima?, ¿protecciones en las entradas y salidas del pueblo, que mantenían las cosas suspendidas en el tiempo?... Cuentos que se cuentan los viejos para hacerse los interesantes.

Ahora me dice que hay más en este mundo de lo que me permitió ver. Para protegerme. Estoy entre la perplejidad y la indignación.

—Esto te pertenece—la voz de Epona me devuelve a la sala. Ni cuenta me di que se había vuelto a sentar. Esta vez extiende una caja de terciopelo verde hacia mí.

Conozco esa caja.

Es el relicario.

Me deshago de la taza de té sin pensarlo.

En cuanto descubro el contenido de la caja, comprendo que durante todos estos años suprimí los recuerdos de aquella exquisita pieza de plata, como si el temor de la abuela se hubiese encargado de mantenerme a raya de los secretos de la familia.

Al rozar la superficie fría de la libélula tallada en medio del ovalo de plata, las imágenes parpadean en mi mente como una de esas lámparas de luz que mientras giran van contando una historia de sombras.

La libélula tiene las alas extendidas y está rodeada por un elaborado círculo de pequeñas flores de cerezo. En la parte superior del ovalo, sobre la cabeza del insecto, descansa una única flor, en la cual se une una larga cadena de luz lunar.

Su interior siempre fue lo que más me gustó.

En la cara derecha, con una preciosa letra de trazos curvos y delicados, se puede leer: «La realidad y el tiempo se desfiguran en los sueños» —muy parecido a lo que escribió la abuela hacia el final de la carta—. Mientras, la cara izquierda está cubierta por un fino pero resistente vidrio tornasolado que cuida a una perfecta esmeralda circular.

La extranjera en el tiempoWhere stories live. Discover now