CAPÍTULO I

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La carta


Las notas quedan suspendidas en el aire, como si desearan formar parte de las paredes, el tapiz, los estantes y las lámparas de araña. Se adhieren a la punta de mis dedos, se abren camino bajo mi piel y encuentran refugio en cada latido que da mi corazón.

Sus manos guían las mías sobre las teclas negras y blancas del majestuoso instrumento, es como si lo hubiesen hecho del manto nocturno del desierto, no solo llena la estancia con la historia de los dos —pasado y futuro, porque no tenemos un presente más allá de estos encuentros—, sino que le otorga una magia poco conocida, hermosa y atrayente.

No hacen falta palabras. Parece que nunca las necesitamos.

Pero... siempre que él aparece y las notas nos envuelven siento cómo las costillas comprimen todo a su paso y me dejan sin aire. El vacío que siempre he llevado dentro se expande y la existencia duele. Duele hasta el punto de la agonía.

Nuestras manos le arrancan una aguda melancolía al piano que se clava en todo el centro de mi pecho. Debo reprimir el dolor. Mientras él dice:

—Pronto volveremos a vernos—. Su voz le da nuevos colores a las notas que se aferran a cualquier cosa que las mantenga vivas. Aquí. Juntas. Recordándolo.

—¿Cuándo?—Mi voz apenas es un susurro anhelante.

Él esboza una sonrisa que añoro, aunque no la conozca.

—Los cerezos están por florecer nuevamente.

Y así, antes de que la última sílaba de esa extraña respuesta se asiente en el aire, él desaparece entre notas cargadas de pérdida, deseo y esperanza casi enfermiza.

***

Llevo una mano al pecho, para comprobar que sigo viva, o quizás solo para evitar que el corazón no me destroce el esternón gracias a la furia con la que golpea, como si deseara volver al sueño. Volver al mundo en donde nos espera. El pianista.

Excepto que nada de lo que pueda hacer nos lleva hasta él.

Cuando comienzo a recuperar el control de mi cuerpo la vibración del móvil sobre la pequeña mesa de vidrio en el centro de la sala me hace dar un respingo que por poco me envía al suelo.

Con el ceño fruncido agarro el aparato, paso un dedo por la pantalla y me lo llevo a la oreja. Sin molestarme en ver quién llama. Porque ya lo sé.

—¿Cuánto crees que me den si llevo al maldito al morro y lo lanzo de las escaleras, camino al faro?—Ale, mi mejor amiga. La misma que nunca dice «hola» o «buenas noches» o «¿cómo has estado?». Siempre que llama va directo al grano Más o menos.

Alejandra tiene la capacidad de sacarme de mi mundo abstracto con una rapidez inverosímil y eso se lo agradezco profundamente. De alguna forma termina llamando o apareciendo en la puerta de la casa cuando más la necesito. Este último año la he necesitado mucho.

—¿Qué fue lo que hizo ahora?—Inquiero, sin ocultar la sonrisa que bordea mis comisuras. Ya me resulta un tanto graciosa esa fijación que tiene con el que ha bautizado como «el maldito».

—¿Además de seguir respirando?—Sé que está molesta porque su propia respiración es irregular, casi puedo verla haciendo aspavimientos —¡El muy maldito se atrevió a subir un post mencionando a la abuela!

Aprieto los labios y respiro hondo. Activo el alta voz y vuelvo a dejar el móvil en la mesa, porque sé que esto será para rato. Si en la conversación se menciona al maldito, quiero decir... a Alexander, entonces sé a qué atenerme, en especial si la conversación es con mi mejor amiga.

La extranjera en el tiempoWhere stories live. Discover now