CAPÍTULO X

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El Horizonte


Si ellos creen que esto es un pueblo, entonces San Juan es un arrabal abandonado por Dios, o quien quiera que esté ahí, observando.

El centro de mi pueblo no está adoquinado, no hay tantas tiendas o calles en las cuales perderse, ni siquiera están tan bien organizadas.

¡Por favor! ¡No tenemos teatro o cine!

Lo que el Sr. Carlos llama «pueblo», es una ciudad rebosante de vida, color, textura, dimensión, olores y sonidos; cada pieza creando un todo para el disfrute, la utilidad y confort.

Acá también hay divergencias de época: un farol con bombillo por allá, una chaqueta o vestido con el corte incorrecto al otro lado de la calle, una tienda de bricolaje en la esquina... La arquitectura de este mundo es particular.

Mis ojos van a todas partes, quiero captar cada detalle, por pequeño que sea.

El carruaje se detiene.

Tontamente me sobresalto cuando la puerta es abierta por el señor Victor, éste se limita a sonreírme con cada una de sus líneas de expresión. Estoy segura que es unos años mayor que el hombre que me ha acogido en su casa.

—En esta calle podrá encontrar cualquier material de arte que necesite, señorita—informa, mientras me ayuda a bajar.

Sería más sencillo si no le hubiese pedido a Gia la otra pieza del conjunto de hoy: una pesada falda de pana beige, a juego con los pantalones que oculta. Pero sabía que pasaría más desapercibida de esta forma —al menos fue lo que creí—. En el camino no vi a ninguna mujer usando pantalones.

Paseo la vista por los escaparates que tengo a pocos pasos y la artista en mí da saltitos de euforia contenida.

«No, no tenemos de esto en San Juan».

Siempre que quería nuevos lienzos, pinceles, o tubos de pintura, debíamos ir a la capital por ellos. Aquí... ¡Hay toda una calle de tiendas para elegir!

De pronto, un pensamiento me agarra por los tobillos y me retiene junto al carruaje antes de siquiera dar un paso.

—¿Pasa algo, señorita?

Frunzo los labios. Miro hacia el hombre a mi lado, como una niña desamparada.

—Olvidé traer dinero—casi hago un mohín.

Le hace gracia mi dilema.

—Eso no es problema, señorita—asegura. La pregunta asoma en mis ojos—. Solo tiene que dar el nombre del jefe.

—¿En serio?—exclamo, con más entusiasmo del debido; un par de personas voltean a verme.

El risueño señor Victor asiente.

—La esperaré—dice, haciendo una reverencia.

Un nuevo recuerdo emerge de las profundidades al dar los primeros pasos:

«—¿Saben que pude ser millonaria en otra vida?

—¿Muchas carencias en esta?—A pesar de la pregunta, el abuelo Videl tiene una gran sonrisa en el rostro.

—En lo absoluto. Solo quería proporcionar el dato—explica, con la misma sonrisa.

Ale y yo nos reímos; primero, porque esos dos pueden llegar a tener gestos tan similares que asombra; segundo, por la capacidad de la abuela en cambiar de tema.

—Pues debió ser millonaria también en esta, Ma—interviene Ale con el rostro contraído en una mueca de fastidio—, así podía sacarnos a todos de este hueco.

La extranjera en el tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora