CAPÍTULO IX

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Las desconocidas notas de un piano


Libélulas efervescentes se mezclan con la lluvia de pétalos de cerezo, mientras camino entre el bosque de los efímeros árboles.

Ya he estado aquí, solo que la memoria se me escurre entre los dedos.

La sensación de que algo no va bien lo impregna todo, no me permite disfrutar de la belleza del lugar.

Entonces, sucede... los colores, las texturas y los sonidos se mezclan y se diluyen, como si alguien hubiese echado agua a un lienzo fresco.

El aleteo de las libélulas se convierte en una cacofonía. Los cerezos comienzan a verse desnudos y desamparados. La vastedad del terreno ahora es lúgubre y agónica.

Salgo del sueño antes de sucumbir al caos que se cierne sobre éste, acompañada de un zumbido que ahora parece que voy descifrando: «sanar... hay que sanar... no puede morir...»

Sanar.

¿Acaso se refiere a sanar este mundo?

¿Cómo puedo sanar un mundo cuando yo misma soy retazos que me esfuerzo por mantener unidos?

Parpadeo desesperadamente para alejar los últimos resquicios del sueño. Casi no puedo ver nada con la penumbra que ahoga la habitación.

«¿Hace cuánto me quedé dormida? ¿Qué hora será?»

Me siento en la cama, aparto las sábanas. Jalo la cadena de plata del relicario para alejarlo de mi piel; si enciendo la lámpara, en la mesa de noche, seguro compruebo la marca rojiza que ha dejado sobre mi pecho.

Un material que debería ser frío, se calienta repentinamente, como si acabara de salir de la forja.

Tiene que estar relacionado con el poder de la piedra —la Hacedora—, la misma piedra que al parecer le dio vida a este mundo. La misma que quiere evitar su destrucción.

«¿Será cierto? ¿Estaré en lo correcto? ¿Qué pasa si no actúo?»

Tantas preguntas sin respuestas, tantas dudas, tantos pensamientos comienzan a resultarme asfixiantes.

Desconozco demasiado del poder que llevo colgado al cuello y mucho más lo que implica que yo esté aquí.

Comienzo a sospechar que Epona no me envió solo para mi protección.

Decido levantarme e ir por un poco de té a la cocina; el agua no es suficiente para el lío que anida en mi interior.

Además, espero que la caminata, descalza, ayude a refrescarme un poco; siento la piel en carne viva y no ayuda que el corazón golpee con tanta fuerza o que los pulmones parezcan estar procesando vapor.

Dejo el romántico albornoz blanco perlado sin atar. Pude prescindir de él, pero de nuevo: no estoy en casa, no puedo ir por ahí como me dé la gana. Y siendo sincera: es una pieza de gasa y encaje preciosa. Sería una lástima no usarla.

La frialdad del mármol se cuela a través de la planta de mis pies, haciéndome sentir un poco más tranquila, a pesar del constante tamborileo del relicario contra el pecho.

Lo sé, debería sacármelo, ¿verdad? Es solo... creo que el mejor lugar para que esté seguro es tenerlo cerca. Yo me siento más segura así, aunque resulte contradictorio.

Nunca llego a la cocina.

A esta hora de la noche no debería escuchar voces provenientes de las estancias inferiores, sin embargo, ahí están. Alguien parece estar discutiendo en la biblioteca. Inconscientemente termino pegada a una de las largas hojas de la puerta. La discusión se cuela a través de una rendija, porque no está cerrada.

La extranjera en el tiempoWhere stories live. Discover now