CAPÍTULO XVII

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El propósito de una viajera


—¿Le han dicho que es injustamente terca?

He perdido la cuenta de las veces que he revoleado los ojos desde que salimos de la casa.

—Y a usted le encanta quejarse—replico con el fastidio latiendo en cada sílaba—. ¿Qué necesita ahora?

Porque su mayor objeción fue que apenas se estaba levantando, que no saldría sin comer. Le di la oportunidad de ir por comida a la cocina, de hecho, trae consigo una canasta preparada por la misma Sra. Susan, la jefa de dicha zona en Dagger Hall.

No tengo que detener el galope de Alba, la yegua que me fue preparada, para comprobar que Aarik me mira como si quisiera lanzarme a la hierba, desde su propia montura —como de costumbre, está sobre la grupa de Luna Creciente—.

—Me cuesta comprender por qué no pudimos quedarnos en el comedor, un lugar ideado para los alimentos que consumimos.

Ignoro el sarcasmo en su tono.

Tengo mucho tiempo sin montar a caballo, ni siquiera recuerdo la última vez que lo hice, por lo que estoy prestando más atención de la debida.

—La comida es la misma en interiores o exteriores—digo como quien le habla a un niño—; seguro sobrevivirá a un poco de aire fresco—. En ese momento decido mirar hacia la derecha, en donde se ha mantenido todo este tiempo. Han pasado poco más de quince minutos desde que salimos del establo—. ¿A dónde vamos?

Entorno los ojos antes de que siquiera responda; su sonrisa es suficiente para saber que dirá algo estúpido.

—Fue usted quien me arrastró afuera.

—¿Ahora se deja arrastrar? Es bueno saberlo—disfruto ver cómo se contrae su rostro ante mi tono mordaz, disfrazado de jocosidad.

—Sus modales dejan mucho que desear.

Le doy una sonrisa completa y fingida.

—Cuando lo que piense comience a afectarme, será el primero en saberlo.

Y a pesar de todo, por alguna razón, siento que soy quien pierde.

Sus ojos siempre me han causado cierto nivel de perplejidad; ahora... ahora solo se perciben como una inhóspita extensión del universo que me observa con la intensidad de quien quiere descubrirlo todo. Y puede.

Debería ser una sensación aterradora, pero no consigo hacerme con ella.

Aparto la vista a regañadientes, incapaz de seguir sosteniéndosela.

El silencio nos rodea como parte de la fresca brisa de la tarde. Aquí nunca hace calor, al menos no a los niveles sofocantes de San Juan en sus periodos de sequía. Una de las cosas que más me gustan de Lagos.

Aunque debo admitir que los primeros días el frío resultó sobrecogedor, como un virus abriéndose paso por los poros del cuerpo, hasta todos los sistemas que nos mantienen en funcionamiento, amenazando con convertir este mundo en un jardín de estatuas vivientes, demasiado entumecidas para sentir o pensar.

—Es aquí—anuncia Aarik sacándome de mi ensimismamiento.

Llevo semanas en estas tierras y nunca había ido más allá de los jardines que bordean Dagger Hall. Lagos es simplemente hermoso; posee el encanto de la mejor época del romanticismo, amalgamado con un poco de barroco: todo sombras, luces, color y misticismo envolvente.

En momentos como este me cuesta comprender por qué la abuela se alejó.

La vista frente a mí es asombrosa. Estamos en lo alto de una colina, desde donde se puede observar el pueblo, apenas como una mancha estructurada de madera, hormigón, acero y tonos vibrantes. Un poco más al fondo, se observa un puerto en toda regla; las embarcaciones son diminutas aves suspendidas en el horizonte cristalino.

La extranjera en el tiempoWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu