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La pregunta es lo único en lo que puedo pensar, día y noche, dormida o despierta, por los próximos meses. Es una tortura completamente, puesto que no se me permite dejar la casa gracias a mis lesiones y me urge descubrir más sobre el Distrito 13.

Aunque mi madre me recetó una semana de descanso, pasa mucho más hasta que puedo volver a usar el pie. No es hasta cuando la nieve se ha descongelado y empieza a ser reemplazada por vegetación que me asigna ejercicios y me deja caminar un poco. Con el pasar del tiempo, las cosas en el pueblo empeoran: Todos los días vienen niños desnutridos y personas azotadas, y, como la nieve ha desaparecido, no queda mucho con qué tratarlos.

Peeta y Prim son la única razón por la que no pierdo la cordura mientras me recupero. Peeta viene todos los días antes de ir a la panadería y vuelve en las noches, luego de que mi madre se ha dormido, para dormir conmigo. Algunas noches Prim se nos une por un rato, y entre los tres hablamos en susurros, jugamos y reímos. Otras noches somos solo Peeta y yo, y aunque mi coxis aún no se ha recobrado completamente, nos es imposible no entregarnos de vez en cuando al fuego que sentimos por primera vez en la cueva.

Cuando marzo está por terminar, mi madre me da de alta completamente con la única condición de que no me esfuerce demasiado, pues de lo contrario me volveré a lastimar. Quiero hacer mil cosas: investigar más sobre el Distrito 13; retomar mis rondas por la Veta repartiendo comida; visitar a Hazelle, a Sae la Grasienta y a Ripper. Pero lo primero que hago es llevarme a Peeta a mi casa de la Veta para contarle sobre Bonnie y Twill.

Me levanto muy temprano en la mañana para sorprenderlo. Lleno el bolso de caza de comida, teniendo cuidado de separar lo que planeo repartir y lo que planeo comer con él, y le dejo saber a mi madre que iré al pueblo. Gracias a que el frío del invierno se ha disipado, la chaqueta de mi padre vuelve a ser suficiente para abrigarme y no debo usar los gorros y bufandas que Cinna me obsequió. Una vez lista, salgo de la casa y me dirijo hacia la de Peeta. Solo basta con llamar a la puerta una vez para que se acerque a abrir.

Cuando me ve, sus ojos se abren ligeramente.

—¿Katniss? —pregunta mientras frunce el ceño—. ¿Qué haces fuera de casa?

—Mi madre me dio de alta ayer. Quise venir a sorprenderte —digo con una sonrisa y levanto el bolso lleno de comida.

—¡El primer pícnic del año! ¿Iremos a la pradera? —pregunta.

Yo sacudo la cabeza.

—A mi casa.

Su expresión cambia enseguida, entendiendo que tengo algo que contarle. Se pone su abrigo más ligero y cierra la puerta tras de sí.

Los roles se invierten, pues esta vez es Peeta quien debe ayudarme a caminar. Me agarro de su brazo y dejo que el peso del lado izquierdo de mi cuerpo descanse sobre el suyo. Caminamos hasta la Veta, y aunque inicialmente decidimos tomar las vías principales, las miradas que nos lanza la gente nos ahuyentan hacia los callejones.  Peeta me guía hasta el escueto comedor cuando llegamos a mi antigua casa, pues, aunque la nieve se ha derretido, el piso de madera aún guarda la humedad de la temporada de frío.

—¿Sucedió algo? —pregunta Peeta mientras saca la comida del bolso de caza.

Yo asiento.

—Vi algo en el bosque el día que me lastimé. He querido contártelo por meses.

—¿Qué viste?

Se lo cuento todo: Los uniformes de Agente de la Paz, el arma que llevaba Twill, la galleta con el sinsajo, el pie herido de Bonnie, lo que verdaderamente sucedió en el 8, la teoría sobre el pájaro en la transmisión, la esperanza que las llevó a cruzar el país en busca de refugio, el reportaje que yo misma vi que confirma sus declaraciones.

Una historia diferente | En llamasWhere stories live. Discover now