26

242 26 4
                                    

Al despertar, antes de abrir los ojos, me invade una placentera felicidad que mi cerebro relaciona con Peeta. Entonces recuerdo donde estoy, y que lo más probable es que no esté viva mañana, y el sentimiento desaparece.

Lo primero que veo es a mis compañeros, incluido Beetee, de pie. Todos está concentrados en el descenso de un paracaídas. Contra la voluntad de mis extremidades adoloridas, me levanto para unirme a ellos. El paracaídas trae un lote de pan, tal como el de ayer. Ahora que tenemos treinta y tres, tomamos cinco cada uno y guardamos los ocho que restan. Nadie se atreve a mencionarlo, pero los ocho se podrán dividir a la perfección cuando muera uno de nosotros.

Mientras nos turnamos para tomar el pan, me pregunto si esta alianza podrá durar mucho más. Ninguno de nosotros se esperaba que los números bajasen tan rápido, y llegará en momento en que la asociación ya no será factible. ¿Qué sucede si me equivoco, y los demás no tienen interés en proteger a Peeta? ¿Y si lo han usado como estrategia todo este tiempo? Me parece que ha llegado el momento de que él y yo tomemos nuestro propio camino.

Una vez tengo mis bollos, camino hasta la orilla y me siento junto a él para comer. Pienso en nuestra conversación de anoche, y en que no nos queda mucho tiempo juntos.

Al terminar, tomo su mano y le sonrío.

—Ven, te voy a enseñar a nadar. —Si vamos a discutir el separarnos del grupo, debemos hacerlo sin que nadie nos oiga.

La mirada que le lanzo hace que su ceño fruncido se disipe. Pasamos el otoño entero aprendiendo a nadar en el lago, así que enseñarle no es necesario. Aunque sí es cierto que podría mejorar cuando de nadar en agua salada se trata. Durante un rato, lo dejo que practique una brazada básica para no levantar sospechas.

Mientras él nada, sentada en la orilla, espero a que los demás se acostumbren a nuestra posición. De reojo, veo que las costras en mi brazo comienzan a despegarse. Con cuidado, tomo un puñado de arena y las retiro, descubriendo piel rosada abajo.

Cuando nos alejamos, Johanna no nos quitaba la mirada de encima, pero rápidamente perdió el interés y se fue a tomar la siesta. Al girarme al grupo nuevamente, veo que Beetee juega inconscientemente  con su alambre y Finnick se pierde en el movimiento de sus manos al tejer. Es ahora o nunca.

Con el pretexto de las costras, le digo a Peeta que venga a la orilla, y comienzo a restregar su pierna con arena mientras hablo.

—Peeta, ya solo somos ocho. Creo que ha llegado el momento de dividirnos —hablo entre dientes, aunque sé que no es probable que puedan escucharnos.

Peeta sigue frotando arena en mi hombro mientras asiente sin mirarme. Se toma unos segundos antes de contestar.

—Mira —dice, mientras toma un nuevo puñado de arena—, ¿qué tal si nos quedamos hasta estar seguros de que Brutus y Enobaria han muerto? Parece que Beetee está ideando una trampa. Nos iremos luego de eso.

Su propuesta no me convence, aunque si nos vamos ahora, tendremos a dos grupos diferentes tras nosotros. Tal vez tres, porque nunca se sabe cuál sea la posición de Chaff. También está el problema del reloj y qué hacer con Beetee. Estoy segura de que Johanna lo mataría en un segundo si nos vamos sin él.

Es allí cuando volteo a ver a Peeta, y lo recuerdo: Beetee no es a quién he venido a proteger.

—Está bien. Nos iremos cuando los profesionales estén fuera —Le regalo una sonrisa casi imperceptible, y cuando él me la devuelve, sé que tenemos un trato. Me vuelvo hacia Finnick —¡Oye, pescador! ¡Ven, ya sabemos cómo devolverte a tu belleza natural!

Entre los tres nos ayudamos a retirar las costras con arena, terminando tan rosados como el cielo sobre nosotros. Nos ponemos más medicina para proteger a la piel nueva del sol, felices de que, en la piel sana, la pomada sirve de camuflaje para la jungla.

Una historia diferente | En llamasWhere stories live. Discover now