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Con el rostro rojo por la rabia, Plutarch se aclara la garganta y me dice:

—Eso es todo, señorita Everdeen.

Me despido con la misma reverencia que hice el año pasado y luego me voy directa al ascensor.

Mientras el artefacto sube, en la seguridad que la soledad me provee, me es imposible no echarme a reír. Estoy segura de que las consecuencias que tendré que afrontar por mi imprudencia serán enormes, pero valdrán la pena, pues la furia de Plutarch y las teatrales reacciones de los demás Vigilantes no tienen precio.

Cuando las puertas se abren en mi piso, me encuentro a Peeta esperándome, impaciente. Quiero contarle todo lo que acaba de pasar y escuchar todo sobre su sesión, pero él me detiene y sugiere que es mejor esperar hasta la cena. Por la pintura en sus manos deduzco que ha seguido mi consejo de camuflarse, pero, haciéndole caso, en lugar de preguntarle sugiero que tomemos una ducha. Mientras estamos bajo el agua y lo ayudo a tallar lo que queda del óleo en su brazo, me doy cuenta de que no importa lo que ninguno de los dos haya hecho en nuestras sesiones, pues, después de todo, no pueden castigarnos por ser secreto lo que hacemos en las mismas. Lo que sí pueden hacer, sin embargo, es hacernos la vida imposible en la arena, pero supongo que eso es algo que no podíamos evitar, así que no me arrepiento de mi impulsión.

Sin molestar en vestirnos, nos quedamos envueltos bajo las sábanas hasta que nos llaman a cenar. Nuestro mentor, impaciente por saber cómo nos fue, dice mientras están sirviendo la sopa:

—¿En verdad tengo que preguntar?

Peeta y yo nos miramos, sabiendo exactamente a lo que se refiere. En la calma del comedor, rodeada de mis amigos, mi acto en la sesión privada me parece demasiado radical. Además, la curiosidad me mata por saber qué hizo Peeta, por lo que le digo:

—Tú primero —A la vez que lo empujo levemente con el codo para darle bríos—. Debe haber sido algo excepcional, porque tuve que esperar casi cuarenta minutos antes de que me dejaran entrar.

Peeta tampoco parece muy entusiasmado por contar lo que hizo.

—Bueno, Katniss dijo algo que me... me dio una idea —responde, titubeando—. Decidí hacer lo del camuflaje. Bueno, no exactamente. Usé los tintes, me refiero.

—¿Y qué hiciste con ellos? —pregunta Portia.

Recuerdo la conmoción entre los Vigilantes, el olor en la habitación, la colchoneta ubicada en la mitad del gimnasio. ¿Intentaban ocultar algo que no pudieron borrar del suelo?

—Pintaste algo, ¿no es así?

—¿Pudiste verlo?

—No, pero se esforzaron bastante en intentar cubrirlo.

—Bueno, ya conoces las reglas —comenta Effie—: Ningún tributo puede saber lo que otro ha hecho. ¿Qué pintaste, Peeta? ¿Un retrato de Katniss? —pregunta, sus ojos llenándose de lágrimas.

—¿Por qué me pintaría a mí, Effie? —le digo, fastidiada.

—Por la misma razón que se presentó voluntario: Para mostrar que va a defenderte a como de lugar. Eso esperan todos aquí —insiste, haciéndolo ver como la cosa más obvia del mundo.

—A decir verdad, sí pinté a alguien, pero no fue a Katniss. Pinté a Rue —confiesa—. Pinté el momento en que le pusiste las flores —me dice.

—¿Y qué querías lograr con eso? —pregunta Haymitch, con un tic nervioso empezándole en el ojo izquierdo.

—No lo sé. Quería que se sintieran responsables, al menos por un momento —responde—. Que supieran que la muerte de esa pequeña niña es culpa suya.

Una historia diferente | En llamasWhere stories live. Discover now