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Debo salir corriendo tan pronto proceso la noticia, pues la sorpresa es tan grande que amenaza con comerme viva y no puedo permitir que mi madre y Prim me vean así. Sabiendo exactamente adonde me dirijo, no me toma más de un minuto llegar a la casa inhabitada y bajar hasta el sótano. Una vez allí, tumbada en el suelo, dejo salir por fin la carcajada que tenía atorada en la garganta.

Río y río, tanto que parezco una maniática. No puedo evitarlo, porque la solución perfecta ha caído a mis manos suplicantes: Voy a morir en la arena, y conmigo se irá el parásito, de una vez por todas.

Pienso en los demás Vencedores y me alegro de haber ganado hace nada más un año, pues, de lo contrario, los conocería. La mayoría regresa al Capitolio para los juegos, aunque no deban ser mentores, y por ende son amigos cercanos entre ellos. Yo solo debo preocuparme de Haymitch y... Peeta. ¡Peeta!

Siento que el torso me pesa, mi cuerpo tomando consciencia del parásito que allí habita, y debo vaciar los contenidos de mi estómago en la madera a medio lijar del suelo. El letargo en el que me sumió la noticia me había impedido detenerme a pensar en Peeta, en que esto también lo afecta a él, y en que, después de todo, tiene tanta responsabilidad como yo. De repente lo necesito aquí conmigo para ayudarme a descifrar esto, para que juntos decidamos qué hacer. Pero no puedo, no puedo contarle ahora que sé que volveremos a los juegos, y con eso rompo para siempre la promesa que nos habíamos hecho el uno al otro de no mentirnos nunca más.

Entonces, la felicidad que me causó el Vasallaje se convierte en una nube negra, y me doy cuenta de que llevo un rato sollozando en lugar de reír, pues el suelo está bañado de gotas saladas. Quiero quedarme aquí por siempre, hacerme un ovillo y arroparme con una de las apestosas sábanas que cubren los materiales de construcción. Sin embargo, me levanto usando toda mi fuerza de voluntad y salgo de la casa, porque si la decisión de quién entrará conmigo está entre Peeta y Haymitch, sé exactamente lo que pasará: Peeta le pedirá a nuestro mentor que lo deje ir conmigo para protegerme, incluso si es Haymitch a quien Effie llama en la cosecha, y debo evitarlo a toda costa.

La oscuridad de la noche me proporciona la cubierta que necesito para no ser vista, así que la aprovecho para correr a la casa de Haymitch. Está sentado, como siempre, en la mesa de la cocina, borracho y armado con su fiel cuchillo.

—Había calculado tres horas, pero aquí estás, una hora antes de lo previsto —¿Estuve en el sótano durante dos horas completas?—. Por fin te diste cuenta de que no vas sola, ¿eh preciosa? Y ahora vienes a... ¿Qué?

No le digo nada. El viento que entra por la ventana abierta me da en la cara, haciendo que me percate de que tengo las mejillas mojadas aún, por lo que me las limpio antes de sentarme frente a él en mi asiento habitual.

—Siempre supe que el muchacho era más inteligente. Llegó tan rápido que ni siquiera había abierto la botella todavía, y me suplicó que lo dejara participar de nuevo. Y tú, ¿qué me vas a decir? —pregunta, se aclara la garganta y me imita torpemente—: ¿"Ve conmigo, Haymitch, porque, a decir verdad, prefiero que Peeta viva y no tú"?

Me muerdo el labio, pues eso es justamente lo que quiero, que Peeta viva. Pero Haymitch es mi familia ahora, y me doy cuenta de que mi idea de venir a evitar que Peeta me salve, a costa de la vida del hombre frente a mí, es estúpida y egoísta.

Veo la botella entre sus manos y sé que solo me queda una cosa por hacer.

—No vengo a hablar, vengo a beber —digo.

Suelta una carcajada sonora y pone la botella frente a mí bruscamente.

—Por fin algo en lo que puedo ayudar —habla con la lengua enredada.

Una historia diferente | En llamasWhere stories live. Discover now