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Después de unos segundos, cuando su cerebro logra procesar la información, Peeta suelta el carcaj y apuñala al mono una y otra vez hasta que sus asquerosas fauces se despegan del pequeño cuerpo de la adicta. Yo me agacho para apartarlo de ella, nuevamente sintiendo una punzada de dolor cuando empujo a la bestia. De todas formas me irgo, cargo el arco y me preparo para el ataque.

Junto a mí, la respiración de Peeta es tan pesada que logro escucharla.

—¡¿Qué esperan?! —grita a las bestias. En lugar de lanzarse sobre él, los monos comienzan a retirarse, subiéndose a los árboles y adentrándose en la frondosa vegetación, como siendo llamados por algo que no logramos captar. Los Vigilantes han decidido que es suficiente sangre por ahora.

En el suelo, la adicta gime de dolor.

—Tráela —le digo a Peeta—. Nosotros los cuidaremos.

Peeta la toma con tanto cuidado que comienzo a preguntarme si está hecha de porcelana. Seguido de Finnick y de mí, que llevamos las armas listas, camina los pocos metros que nos quedan para llegar a la playa y deja a la mujer moribunda en la arena. Una vez la suelta, me mira con ojos suplicantes, y sé exactamente lo que debo hacer.

No sin antes asegurarme de que Finnick mantenga la guardia, me hinco junto a la mujer y le corto el mono para poder revisarle el pecho. Las heridas son tan pequeñas que no parecen letales; sin embargo, por la forma en la que respira, sé que el daño es interno. Los sonidos mojados que salen de su pecho me hacen saber que, a lo mejor, sus pulmones están destrozados. Tal vez incluso su corazón ha sufrido las consecuencias.

Peeta, que espera ansioso un veredicto, da un suspiro de decepción cuando vuelvo la mirada a él. Entonces está de pie otra vez, con la adicta entre sus brazos, caminando hacia el agua. Una vez lo suficientemente sumergido, la deja flotar mientras la carga, y veo que la mujer cierra los ojos y suspira levemente, dejando de gemir por un instante. Pegada a ella por el mismo impulso que me llevó a ayudar a Finnick, los sigo hasta el agua y tomo su mano temblorosa entre las mías. Me pregunto vagamente si su tremor se debe al veneno de la niebla, o si la causante es la droga que usa para alejar las pesadillas.

Quiero cantarle algo cuando recuerdo a Rue, pero mientras veo a los ojos a la mujer que salvó la vida de mi chico del pan, me doy cuenta de que no sé cuál es su nombre. Decido que lo mejor es regalarle un poco de compasión, por lo que acaricio el dorso de su mano, que toma la mía con fuerza.

Con la mano libre, Peeta le acaricia el cabello y le regala una sonrisa cálida. Entonces comienza a hablar, su tono dulce y delicado. Me veo a mí misma en él, consolando a Rue mientras su luz se apagaba.

—En casa tengo una habitación dedicada a mi arte, ¿te lo había dicho? Tengo todas las pinturas que puedas imaginarte, pinceles de todos los tamaños y una vista hacia la pradera que nunca falla en inspirarme a pintar algo nuevo.

Ella no le quita la mirada de encima.

Entonces Peeta me mira, y la mirada de la adicta se clava en mí también.

—Puede recrear cualquier color —añado—, es increíble lo preciso que es. Mi pintura favorita hasta el momento es una de Lady, la cabra de mi hermana menor, corriendo por la pradera. Peeta estuvo tres días intentando encontrar el tono perfecto para su pelaje blanco bajo la luz del sol. A mí me pareció que su primer intento fue perfecto, pero cuando consiguió el color que quería, entendí por qué se esforzó tanto. ¡El resultado era tan realista que pensé que estaba alucinando!

Su respiración desaparece de a poco, hasta que sus sonoros quejidos se convierten en pequeñas exhalaciones. Su mano deja la mía y se la lleva al pecho, donde, a lo mejor en un trance, comienza a jugar con la viscosa sangre de su herida.

Una historia diferente | En llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora