Capítulo 5

1.1K 174 57
                                    

Sally

Mi alarma sonó, lo que a mi parecer, era demasiado temprano para funcionar como es debido. Seis de la mañana, en serio, ¿por qué no podía dormir un par de minutitos más?

Porque eres como una tortuga coja arreglándote: lenta, lenta, lenta.

De mala gana, salí de mi cama y me fui directamente a la ducha. Me lavé el cabello y luego me apliqué mi loción. Cepillé mis dientes y me vestí. No me maquillé, tristemente, no nací con buenos dotes artísticos y el maquillaje no era mi fuerte. Bajé las escaleras, dispuesta a desayunar algo rápido antes de irme. Le eché un vistazo a la hora. 06:54. Bien, tenía tiempo de sobras para estar un rato más en la cabaña, así que me deleité haciéndome un par de panqueques y bebiendo café. Y tal vez, sólo tal vez, me deleité un poco demasiado con el desayuno, pues cuando terminé de comer, ya eran las siete y media.

—Mierda, mierda, mierda —farfullé, mientras recogía todas mis cosas para marcharme.

¿De qué me servía despertar me dos horas antes de entrar a trabajar, si no llegaría a tiempo? Tendría que correr y rezar siete aves maría para tratar de reducir esa media hora de caminata a quince minutos.

Abrí la puerta echa un rayo, sin embargo me detuve en seco cuando vi el vehículo negro de Gruñón estacionado frente a mi puerta. Me quedé de piedra, sin saber muy bien qué significaba eso. Antes de que pudiese pensar cualquier cosa, la ventana del conductor se bajó, permitiéndome ver los maravillosos ojos color whiskey del señor Overton mirándome fijamente.

—Súbase, antes de que me arrepienta.

No contesté y me apresuré en hacerle caso. Le veía capaz de dejarme allí de pie. Mis pasos resonaron en la gravilla del suelo y, cuando me monté en su auto, el aire acondicionado tibio relajó mis músculos. El frío de Woodstock era una cosa impresionante.

El señor Overton comenzó a conducir y no pude contener mis palabras, odiaba el silencio con todo mi corazón.

—¿No le da frío llevando tan sólo un abrigo de lana? —pregunté.

Era una pregunta trivial y sin sentido, pero se notaba a leguas que Gruñón no era de las personas que hablaban de cosas más profundas. Mucho menos con desconocidas como yo.

Me miró de reojo, con el ceño fruncido. Pensé que no me contestaría, pero, sorpresivamente, sí lo hizo.

—No. Llevo una camiseta térmica debajo.

Sonreí inevitablemente. Que no limitase su respuesta a un simple «no», se sintió como una pequeña victoria para mí.

—¿De qué color? —inquirí.

Él alzó una ceja.

—¿Importa?

—Claro que sí. ¿Por qué no lo haría?

—Porque va debajo de la ropa, no se ve.

—¿Y?

Dejó escapar un suspiro cansado, como si toda esa conversación le quitara años de vida.

—¿Para qué quiere saber el color de una prenda de ropa que no se ve?

—Curiosidad.

—¿Por una prenda de ropa?

—¡Dios! ¿Por qué le cuesta tanto contestar? ¿Acaso es de color rosa fosforito y se avergüenza? ¿Tiene un estampado ñoño o algo? —cuestioné, exasperada.

¡¿Por qué tenía que ser tan hermético hasta con el color de una camiseta térmica?!

—No es rosa. Mucho menos fosforito —aclaró—. Es negra.

El amor sí existe en WoodstockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora