49. Última hora juntas

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Nos encontrábamos completamente solas, mirándonos en silencio. Alexander y Rogelio estaban recostados en la blanca nieve mientras los copos caían lentamente sobre nosotras. Supe que los animales, que se hallaban mirando, serían los únicos testigos de nuestra gran y última pelea.

Ira y enojo se habían desatado sin control. La otra Nicole estaba sonriendo en silencio por verme tan encolerizada. Jamás había deseado matar tanto a alguien y ahora, justo frente a mí, estaba esa mujer que se recuperaba de su gran pérdida y volvía a postrar su maldita pistola frente a mí.

¿Qué quería? ¿Por qué deseaba tanto matarme?

Sentí mi sangre arder y mi piel hervir. Estaría fuera de control pronto porque podía escuchar como esa Nicole se reía y divertía.

«Vamos, vamos», decía. «Es mi turno de salir.»

Respiré con más fuerza, sabiendo que la oscuridad volvería a comerme entera. Abrí los ojos sabiendo mientras se apoderaba de mí. Mi boca no pudo evitar mostrar sus dientes. Su risa salió a flote.

Me sentí cómica, reí también.

Giselle me apuntó con más fuerza y gritó para que me callara de una vez. ¿Por qué no se reía con nosotras? Esto era divertido, o al menos lo sería. La otra me lo había prometido. 

«¿Qué quieres hacerle primero?»

—Matarla.

«Eso no es tan divertido.»

—Haz que llore —susurré—. Quiero que llore.

No me respondió. Solo escuché una risa cuando sentí mi cuerpo moverse. Fue una descarga eléctrica... un shot de adrenalina. Reí con ella al no querer detenerla.

Fue un solo golpe. Un golpe que la mandó volando a un pino que rompió a la mitad. Chilló y escupió sangre. Caminamos lentamente hacía ella esperando a que recuperara el aliento tras el golpe. Ambas queríamos ver más, deseábamos que sufriera muchísimo más.   

«¿Te parece torturarla?»

Sonreí intentando que con aquel gesto fuera suficiente. Yo no solo quería torturarla, quería que deseara que estuviera muerta. Que rogara... que suplicara perder la vida con mis blancas y frías manos.

«Bien, esto te encantará

Temblé de emoción a pesar de que parecía una marioneta al no poder levantar del todo los brazos. Me sentía pesada y cansada. Algo extraño, ya que mis manos se aferraban al cuello de la rubia, que aprisionada en el tronco de madera, no podía tocar el gélido piso con sus asquerosas y  negras botas de cuero.

No pude sentir el dolor de las uñas de mi enemiga clavarse en mí, pero pude ver sangre que brotaba con locura. No supe que tan fuerte era mi agarre, pero entendí que lo era al ver sus ojos lagrimear por no poder respirar. Sus intentos para impedir que la sofocara eran inútiles. Y esto, aunque fuera algo raro, causaba en mi un gran placer.

Me podrían decir sádica o loca desquiciada, pero el dolor al que Giselle se veía sometida, me parecía una forma disparatada de desquitarme. De empezar mi vida y hacerle sentir la misma tristeza que mis ojos sufrían. 

Al fin y al cabo, nunca le pones el valor a las cosas hasta que las ves pérdidas ¿o no?

Pues este sería el caso: si yo iba a perderlo todo, Giselle lo haría conmigo.

¡Ella lo sabía! Su vida estaba destinada a perecer en las manos de quién alguna vez llamó mejor enemiga. Le miré detenidamente, sabiendo que sus pupilas destilaban la misma tristeza que mis ojos evitaban mostrar.

Colores oscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora