30. Esperando por ella

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La brisa helada volvió a golpearme el rostro, pero no de la misma manera en que siempre lo había hecho. El tiempo ya no transcurría como solía hacerlo, ya que habían sido muchos meses los que había esperado por quién aún no había regresado... los meses más largos de mi inmortalidad.

Volví a echarme sobre la ventana en silencio, esa que siempre utilizaba para mirar el paisaje oscuro del anochecer. Esas últimas semanas, la lluvia que había pasado a mediados de octubre, simplemente se había hecho cada vez más intensa. Desde que se había ido, me había dado cuenta que mis días eran más negros, más fúnebres que antes. Nunca me había pasado con ninguna mujer, pero ahora era cierto que no podía dejar de pensar en ella. ¿Qué me había pasado? ¿Cómo me había dejado influenciar tanto por Nicole?

Suspiré con sigilo recordando aquel día; ese cuando había despertado en mi cama y se había ido para desaparecer. Qué ingenuo había sido al suponer que regresaría a las semanas, por ella misma, a esta casa; pero el tiempo aún pasaba y yo seguía contando las solitarias noches en las que anhelaban encontrarme con aquel rostro sonrojado o su rostro atizado por mis tonterías.

«¿Habhecho lo correcto?», me dije en pensamientos. «Realmente debí de haberla mordido». Miré hacia los arboles empapados por la tormenta. «¿Y que si estaba allá afuera, mojándose entre el pasto y el lodo? O peor aún, qué tal si aún estaba... ». Respiré con fuerza, discutiendo si debería de salir de nuevo a buscarla, si la encontraría a pesar de ya haberla buscado por todos lados.

Volví a poner mi atención en las montañas, esperando encontrar aquella figura que ya anhelaba. ¿Dónde estaba? La había buscado hasta el cansancio. Había pasado semanas enteras fuera de la mansión, comiendo conejos enteros que no me llenaban ni un poco. ¿Cuándo Alexander Maximus hubiese hecho aquello por una mujer? Aventé una media sonrisa al aire. Era tonto que ahora solo pensase en abrazarla, en hacerla mía una vez más con ternura.

Maldije una vez más a aquellos vampiros que ya había asesinado; a los pocos que supe que habían estado inmiscuidos en aquella escena. No recordaba si habían sido ocho o tal vez nueve los que me habían pedido clemencia. Lo único que evocaba era el frio de aquella noche y el delicioso sabor de su sangre, ese fluido que solo ahora me saciaba.

Lo había notado hacía ya unos meses, la última vez que había bajado al comedor. Los vinos que daban en el anochecer eran hechos de animales silvestres y era obvio, que después de probar algo tan adictivo y dulce como su sangre, mi lengua ya no quisiese acreditar aquel morapio tan amargo de las bestias del bosque.

¿Dónde estaba? No podía sentirla, no podía escuchar su cuerpo palpitando. Yo sabía que la había matado. Entendía que yo era su asesino, pero quería verla. Deseaba escucharla maldecirme, pelearse por tonterías.

Le sonreí a la nada cuando recordaba los momentos que había pasado con ella. La primera noche que habíamos pasado juntos, cuando al fin se había enterado de porque la había traído conmigo a pesar de lo que pensaba de ella antes.

Si supiese que la odiaba en ese entonces. ¿Qué hubiese pensando?

—Alexander, abre la puerta.

Dejé de pensar. Matthew había llegado.

—Está abierto.

Aquel joven de ojos castaños, mi mejor amigo, entró una vez más por la puerta de mi habitación. Distraído, sonriente, con un plato de comida sobre la misma bandeja de oro que siempre dejaba intacta desde hacía ya tantos días.

—¿Otra vez mirando por la ventana? —soltó con una amplia sonrisa, acomodando lo que llevaba sobre mi escritorio.
—Sabes bien por qué lo hago —suspiré molesto—. No puedo encontrarla, parece como si se hubiese desvanecido en el aire.
—¡Vamos hombre! —Trató de animarme, palmeándome la espalda—. Nicole llegará... no desesperes tanto.

Colores oscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora