35. Traición

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Me revolví entre las sabanas al recordar lo que había pasado anoche. Alexander y yo habíamos hecho el amor una vez más. Después de una semana, al fin lo había tenido para mi sola. Sonreí un tanto sonrojada por el pensamiento pero, emitiendo un ademán de satisfacción, pensé en abrazarle con cierto afecto.

Me moví hacía mi izquierda, girando mi cuerpo  esperando encontrar un bulto dormido a mi lado, pero para mi sorpresa, Alexander no estaba.

Suspiré algo entristecida, pero supuse que estaría en el baño o incluso, en el comedor. Era extraño, pero con haberlo tenido ayer por tanto tiempo, me sentía mejor. Llena y amada.

Sonreí a pesar de la desilusión y, sentándome sobre la cama, cubrí mi cuerpo con la sábana blanca que había visto lo que Alexander me había hecho durante toda la noche.

¿Cómo le había sido posible el dejarme sola en la mañana? ¿Qué no estaba cansado? Chillé de emoción al recordar lo que habíamos hecho. Alexander sí que tenía aguante. Yo no podía ni moverme y él estaba, quien sabe dónde, haciendo quién sabe qué.

—¿Será que está buscando el desayuno? —Me pregunté en voz alta.

Lo negué con una suave sonrisa al pensar en tan inimaginable escena. No era que no pensase que Alexander fuese detallista, pero la imagen que tenía de él no se acercaba a la de los príncipes azules; era más bien como si fuese el chico travieso y arrogante más sexy del mundo.

Me mordí los labios a la vez en que me paraba de la cama. Si Alex ya se había ido a desayunar, ¿por qué no lo acompañaba? Me moría de hambre y, esta vez, no tenía tanta sed como antes... como si esa molestia ligera fuese a desaparecer con un vaso de agua.

Suspiré tratando de ignorar aquel calvario y, abriendo el guardarropa, me dispuse a alistarme parar salir a buscarlo. Tenía muchas cosas que contarle y no dejaría que el placer me interrumpiera una vez más.

                                      

.

Me miré al espejo, después de bañarme, sonriente por lo que había encontrado dentro del ropero. Alex sí que sabía dar buenas sorpresas y una de ellas, habían sido los millones de vestidos nuevos que había dejado colgados dentro de mi armario. ¿Cuándo había ido a comprarlos? Volví a mirarme en el espejo con aquel vestidito amarillo que me llegaba por encima de las rodillas. Sería tal vez oportunista, pero me había encantado. ¿Quién diría que Alexander realmente tuviese buenos gustos en la ropa?

Me acomodé el cabello una vez más y, más risueña que antes, abrí la puerta sutilmente; llevándome otra nueva sorpresa. Frente a mis pies y, con una sutil rosa roja, yacía en el suelo una bandeja de comida. Miré hacia los lados, suponiendo que me encontraría al de los ojos claros; pero mi sonrisa se desvaneció al escuchar a la sirvienta bajando las escaleras con una amplia sonrisa. ¿Había sido ella la que había traído mi desayuno, no? Solté un suspiro, desilusionada pero, sin hacer caso omiso a mis principios, tomé la comida sin miramientos. Tenía hambre a pesar de todo.

Regresé al cuarto un tanto malhumorada, sentándome en el grande escritorio en donde Alexander se había sentado múltiples veces.

—Buen intento, pero deberías de haberlo hecho tu mismo —solté al aire, quitando al fin de cuentas, la tapa de plata que cubría los alimentos de la humedad.

Y vaya sorpresa que me llevaba; aunque no había sido mi príncipe el que lo había traído, los pétalos de flores bajo el plato y la cartita sobre los waffles me había dejado anonadada.

¿Que decía? Creo que Alexander no recordaba que yo nunca había aprendido a leer y escribir. Reí un poco, pero guardando la nota para que él me la leyese, comí rápido porque quería ir a buscarlo. Por una extraña razón, lo de ayer no había sido suficiente. Quería besarlo de nuevo y no volver a salir de la habitación otro día.

Colores oscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora