37. Decisiones

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Alexander estaba hincado frente a mí y mis manos no pudieron evitar esconder a mis labios sorprendidos. Aún y aunque el tiempo ya no transcurriera para ninguno de los dos, yo no podía darle crédito a todo lo que me habían contado y menos a la situación que siquiera había contemplado. Alexander estaba pidiéndome matrimonio y yo estaba ahí, perpleja y con una sonrisa de boba en la cara.

—Ay Dios, Alexander...
—¿Fui my precipitado?
—No, no es eso. Es solo que yo... no, no sé qué decir.
—Sí, acepto casarme contigo —Imitó mi voz de una manera divertida—, y luego vienes y me besas.

Solté una media sonrisa por lo que había propuesto al tiempo en que mis ojos se llenaban de lágrimas de alegría. No podía creerlo aún.

—Me están doliendo las rodillas. —Intentó apresurarme con una sonrisa—. ¿Qué dices?

Comencé a reír ante la inesperada pregunta. Sin poder aguantar la risa y el nerviosismo, pasé mi mano izquierda para que hiciese lo suyo. Alexander sonrió aún más y, abriendo la cajita que me esperaba, sacó el fino y delicado anillo plateado que no esperó ni un momento más para colocarse en mi dedo anular.

Alexander se paró del suelo y volteándonos a ver, sellamos aquello con un largo beso. Yo lloraba de la emoción y entre momentos le decía lo mucho que lo amaba. Él parecía divertirle todo, pero me callaba con tiernos besos y acaricias que me hicieron sentirme excitada.

Nuestras respiraciones se hicieron cada vez más profundas y, en un arrebato de emociones, sentí que me cargaba. Llegamos a nuestra habitación en un abrir y cerrar de ojos y como la noche pasada, nuestras ropas terminaron en el suelo.


.

El anochecer cayó sobre nosotros. Toda la mañana nos la habíamos pasado dormidos. Alexander seguía siendo mi almohada, el juguete que había abrazado todo el día. Las manecillas del reloj de péndulo no se escuchaban, siquiera hacían sonido. Mis ojos se abrieron inclusive aunque no lo quisiera. Ya era hora de levantarse.

Me moví un tanto sin querer despertarle, pero él ya me miraba. Alexander se había quedado quieto hasta verme amanecer.

—Buenos noches —escuché.

Mi rostro volvió a ser rojizo. A pesar de que ya habíamos hecho el amor varias veces, aún no me acostumbraba. Mis manos taparon mis pechos con bochorno. La sabana no era suficiente, quería derretirme en la cama.

Alexander sonrió, seguramente divertido de mi reacción inocente.

—Nicole, te he visto todo ya —suspiró mientras me tomaba de la quijada y me hacia voltear a verlo—, ¿no te gusta verme desnudo?
—¡Alexander!

Soltó otra sonrisa, burlándose de mí.

—Ya, era broma. —Me besó inmediatamente, sin dejarme respirar—. ¿Tienes hambre?
—Yo... —lo pensé un poco—, creo que sí.
—Bien. —Se levantó de la cama, así como Dios lo había traído al mundo—, iré por algo de comer, ¿quieres algo en particular?

Cuando se dio la vuelta para verme, cerré los ojos con vergüenza. Verle así, simplemente aún no podía.

—Lo que tu quieras —solté tan rápido que me dolió la garganta—. ¡Pero ponte algo ya!

Alexander sonrió, pero accediendo a mis peticiones, escuché sus pantalones abrocharse y pronto unos cuantos pasos por entre la cama. Justo cuando pensé que se había ido, sentí sus labios en los míos. Abrí los ojos de golpe, mirando aquellos ojos que eran idénticos a los míos.

Colores oscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora