5. REALIDAD O FANTASÍA

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Mi pudor y vergüenza fue tal que, ante mi falta de un ingenio digno de alabanza, simulé un repentino desfallecimiento. Fue la única manera que hallé para justificar el que me hubiese abalanzado sobre el remedo de capellán: a mi favor argumentaría que estaba descompensada y que por tal motivo me había desvanecido; después de todo, esa mañana había rodado por las escaleras. El detalle sería cómo diantres explicar que hubiese estado trepada en el púlpito, y que, una vez que estuve tirada en el suelo, mis ojos hubiesen estado abiertos durante breves instantes y, además, lo hubiera llamado... Cristóbal.

¿Por qué le había llamado así? Para entonces ni siquiera conocía su nombre.

Quizá pasaron poco menos de cinco segundos dentro de los que la alegoría humana estuvo arriba de mí; lo cierto es que para mí fue una incómoda eternidad. Cuando escuché los gritos de Lupita estuve segura de que mi repentino desmayo no iba a pasar desapercibido ante nadie. Para agravar mis males, oí el familiar carraspeo de mi aya, que había tenido la espléndida ocurrencia de volver por mí a la parroquia en ese preciso momento.

—¡Se ha muerto, doña Justiniana, la señorita Anabella se ha muerto! —lloraba mi amiga sacudiéndome los hombros, acción que me lastimaba: si la caída y la mirada del capellán no me habían matado, estaba segura de que sí lo harían las sacudidas de esta bruta mentecata.

—¡No digas disparates, Guadalupe! —la reprendió mi nana cuando se arrodilló ante mí—. ¡Y deja de dar berridos, que pareces becerra en labor de parto!

La vieja mano de mi nana, cuya áspera textura denunciaba sus años de trabajo y sacrificio, tentaron mi frente para asegurarse de que no tuviese fiebre.

—¡Sales, Guadalupe, deja de lloriquear como indigna magdalena y pregunta al Señor Cura si tiene sales! ¡Andando!

Advertí que entre los cuchicheos de las personas que nos rodearon se preguntaban cómo me habría podido ocurrir desgracia semejante. Incluso algunas de esas mujeres eran las mismas que habían estado el día anterior como espectadoras en el castigo de mi amigo Juan Ordóñez, y, muy a mi pesar, sabía que les estaba dando otro motivo para traer mi nombre de boca en boca en nuevos argüendes.

Por mucho que me doliese, también sabía que si este nuevo bochornoso suceso llegaba a oídos de madre iba a ser merecedora a otro par de bofetadas, si es que no decidía usar su vara para golpearme.

—Está respirando —dijo una voz profunda cuyo aliento chocó contra mi frente, sus matices recordaban a los vientos invernales en medio de una ligera llovizna. Reconocí la voz del nuevo capellán.

—¡Señor capellán! ¿Usted no se ha lastimado? —pude oír que se lo preguntaba una de las gemelas Valverde: a leguas de distancia podría reconocer esa repulsiva voz aguda y convulsa cual buey haciendo gárgaras.

—No se angustie por mí, buena dama, que he salido incólume del incidente: más bien que nuestros pensamientos y oraciones recaigan sobre esta pobre infeliz —contestó el capellán refiriéndose a mí: aun si había mortificación en su voz, también había un atisbo peyorativo en sus palabras—. ¡No cuesta imaginar la desdichada vida que debe de llevar esta miserable damisela para haber optado por quitarse la vida!

«¡¿Qué? ¿Quitarme la vida? ¿Yo?!»

—¡Qué cosas horribles dice, señor capellán! —se horrorizó Julia Valverde.

—¿Anabella trató de quitarse la vida? —preguntó con malicia la otra gemela, Julieta Valverde—. ¡Clemencia, Dios mío, clemencia!

Nana Justiniana carraspeó, incrédula. Ella sabía que no me faltaban motivos para suicidarme, pero también sabía que yo amaba demasiado mi existencia como para tratar siquiera de prescindir de ella de una forma tan vulgar como esa.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora