9. ¿QUIÉN ES ÉL?

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Bien dicen que cuando Dios da, da a manos llenas; lo que no sabía era que cuando el diablo daba, también daba a manos llenas: y es que no a bien había acabado de tener un acalorado enfrentamiento con el salvaje de don piedra cuando, al volver hasta donde Lupita estaba, me encontré con otro personaje peor: el execrable conde de Lisboa.

¡Ahí estaba el injurioso! Con su desgarbada figura, sus anchos hombros ocultos por un refinado saco dándome la espalda, su sombrero de copa alto ocultando sus castaños cabellos, y su mirada profunda, deseosa de ahogar a quien se encontrara con ella, mirando hacia el frente

¡Pero claro, ese carruaje le pertenecía a él! Tenía tallado en cada puerta su escudo de armas. Tal carruaje era el mismo que había usado para arrastrar por la plaza a mi desdichado amigo Juancito.

—¡Qué empecinamiento el suyo de querer usar su carruaje para perjudicar a mis amigos! —le solté encorajinada cuando lo tuve de frente.

Lidiar el mismo día, casi al mismo momento (con segundos de diferencia) con los dos hombres que más odiaba en el mundo, mismos que, a propósito, recién conocía, sólo era una muestra de mi mala fortuna.

Sin embargo, este individuo poseía algo en sus formas, expresión y voz, que lo hacían lucir mucho más mezquino y odioso que el otro. Sin demora, el conde retornó sus ojos a los míos, y sólo entonces el bellaco se acercó a mi oreja para susurrarme con la mayor de las frialdades:

—¿No le da asco almacenar en su alma sentimientos afables para criaturas tan mugrientas y hediondas como esas que tanto defiende? —Y de reojo señaló a Lupita.

Un fino escalofrío resbaló por mi medula espinal, estremeciéndome: de forma instintiva retrocedí hasta chocar contra el muro que, por encontrarse dentro de la manzana, todavía pertenecía a mi casa.

—¡Marchaos a vuestros menesteres! —ordenó Luis César a los entrometidos que se habían congregado a nuestro derredor. Para entonces, Lupita estaba a metros de distancia siendo socorrida por el elegante cochero del conde de Lisboa, que se cercioraba preocupado de que no hubiese resultado herida—. ¡Marchaos ya, os he dicho! —insistió a la chusma que aún permanecía por ahí—. ¡Iros a fisgonear a otro sitio!

El conde alargó el cuello mientras todos marchaban y su fiera mirada se posó sobre su cochero.

—¡Macario! —le gritó cuando reparó en lo que hacía—. ¡Dejad a esa inmunda india y venid aquí!

—¡Como vuestra merced ordene! —respondió el pobre cochero que se situó junto al conde en un santiamén, asustado por las represalias que éste último pudiese tomar sobre sí.

—Arrodíllate ante mí y limpia mis botas con esto —le ordenó, tirando en el suelo un pañuelo blanco que extrajo de su saco y que rápidamente Macario se aprontó a recoger—. Si advierto que no las dejáis impolutas, las ensuciaré de nuevo con vuestro excremento y haré que las limpiéis con vuestra propia lengua.

El corazón se me inflamó tras oír cosa semejante. A este paso, mi pobre alma se terminaría desbaratando.

—S...í, mi señor: pondré exquisito empeño para que... vuestra merced no se enfade.

—¡No lo prometáis, cumplidlo cabalmente! —aseveró el desgraciado con una horripilante exclamación, luego, elevando sus ojos del suelo los hincó sobre los míos.

—¡No cabe duda que entre más poder se tiene más miserable se vuelve el corazón del poderoso! —denuncié, apretando los dientes con rabia. El conde enarcó una ceja y carraspeó burlonamente. Me volví hasta mi buena amiga y le dije—: Lupita, vuelve a casa y descansa un momento sin mortificaciones: más tarde le explicaré a nana Justiniana lo que te ha acontecido. Andando, muchacha, en un momento retorno yo también.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora