21. MARCADA

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Faltaba poco para que el otoño sorprendiera al verano. El anuncio de su arribo se dejaba entrever en las hojas que comenzaban a desprenderse de los árboles formando alfombras amarillas sobre el suelo y en las gotas de lluvia que comenzaban a secarse en los nubarrones de un cielo casi limpio y despejado. Las golondrinas y otros tristes pajarillos iniciaron su emprendida de huida a un sitio donde no tuviesen que padecer frío. Los días comenzaban a hacerse más cortos y las prolongadas noches más negras y silenciosas.

Creo haber recuperado la conciencia la mañana del día siguiente, tras horas de aflicciones, ardores en mis heridas, pesadillas, encierro y tristeza. Solo entonces me di cuenta que estar en cama no resolvería ninguno de mis problemas, al contrario, se postergarían sus soluciones y se acumularían más. Así que, en ausencia de mi nana (que no podía desatender el resto de sus menesteres por cuidarme), me levanté como Dios me dio entender, padeciendo calambres en la espalda y la horrible sensación de que mi piel se estiraba, vislumbré el baúl que había preparado para mi malograda huida y extraje un vestido ligero color perla que me gustó.

Me dije que haber estado desnuda de la espalda durante más de un día había permitido ventilar y formar costra en mis lesiones, aunque no menguar el dolor del todo, por lo que no vi objeción alguna para vestirme. Me presenté frente al espejo y noté que estaba más peorcita de lo que había estado nunca. El contorno de mis ojos hinchados se asemejaba más al de un mapache ebrio que al de una señorita de diecisiete años. Recurrí a mis temblorosos dedos para que maniobraran con destreza la hechura de una trenza en mi rizado cabello y, después, me dispuse a ponerme polvos blancos en la cara a fin de que me dejasen tan pálida como una difunta.

Nana Justiniana cayó de rodillas en el suelo al verme cuando entró a mis aposentos, dando un grito tan espeluznante que me erizó la piel: tiró la jarra de agua, las hierbas y las telas que llevaba consigo para curarme y no fue hasta que advirtió que era yo la mujer que estaba sentada junto al espejo que se levantó, más asustada que sorprendida, y me reclamó:

—¡Diantre de muchacha! ¿Ha pretendido matarme del susto? ¿Me puede explicar qué hace fuera de la cama y con la cara pintada con ese espantoso color tan blanco como la cabeza de una vaca albina?

—Me alegra mucho haberte asustado, nana —confesé con placer, esparciéndome el resto de los polvos blancos en mi cuello—, eso significa que tengo el aspecto deseado.

Mi nana refunfuñó en voz baja en tanto recogía el desastre del suelo y prosiguió:

—¡No me malentienda, niña, me pone feliz que esté de mejor ánimo, pues ayer todo el día se la pasó llorando y mirando hacia la nada como ánima en pena! No obstante, ha sido un desatino el que se levantara. ¿Así cómo quiere recobrar la salud? Mejor dígame, ¿qué desfiguros son esos de pintarse la cara con excesivos polvos blancos?

—No son desfiguros, nana hermética e incomprensible —me defendí con indignación, limpiándome los restos de polvos de las manos con mi vestido—, más bien es un atino. ¡Te tengo novedades, nana Justiniana, estoy muerta! —le exclamé sonriendo por primera vez, exponiendo mi mejor cara angelical.

No habían pasado ni dos segundos desde que pronunciara aquellas palabras cuando mi atolondrada aya volvió a soltar en el suelo lo que acababa de recoger. Se tambaleó violentamente sobre la alfombra y corrí hasta ella para dirigirla a una silla ante la inminente amenaza de un posible desvanecimiento. Pareció que al aire se le iba, por lo que tuve que alcanzar un abanico del buró y echarle aire.

—Por Dios, nana, no seas tan escandalosa: pareciera que te he dicho una barbaridad.

—¡Ay, madre santa, ay! —siguió sofocada con su redonda cara ennegrecida por el susto—. ¿Que no ha dicho una barbaridad?¿Le parece poco decirme que está muerta?

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora