14. PALABRAS A OSCURAS

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No a bien el sacerdote mensajero se había marchado cabalgando en su mulita, cuando caí en la horrorosa cuenta de lo que había descubierto: ¡Cristóbal Blaszeski estaba muerto! Necesité de mucha voluntad y fuerzas para conseguir recobrar el aliento, y aun si lo conseguí, no pude mitigar los escalofríos que me desdeñaron en todo mi cuerpo.

Estaba tan agitada que parecía que hubiese dado cien vueltas por todo Guanajuato. La oscuridad había descendido y Pedro y Miguel, dos de nuestros peones, comenzaban con su labor de encender las antorchas que colgaban en la fachada de nuestra casa.

Mientras las llamas chisporroteaban yo no podía ponerme de acuerdo sobre qué de semejante revelación me aterraba más: que aquél hombre rubio fuese un impostor y un asesino (evidente es que tras matar al verdadero capellán había robado su identidad) o que realmente él fuese el auténtico Cristóbal Blaszeski y estuviera muerto.

Si esto último resultaba cierto significaría que no solamente había fantaseado con la gallardía y presencia de un legítimo sacerdote, sino que todo ese tiempo la población entera y yo habíamos hablado con un muerto, tal y como lo había hecho antes con la difunta doña Eduviges.

¿Cómo podría saber cuál de las dos teorías era cierta? ¿Qué diantres iba hacer realmente una vez que dilucidara la verdad, esto si tenía valor para obrar de algún modo? ¿Qué iba a ocurrir cuando el sacerdote mensajero se presentara ante el padre Bernardino y le dijese que Cristóbal Blaszeski estaba muerto?¿Qué iba hacer éste último cuando se viese descubierto ante el sacerdote mensajero? ¿Admitiría la verdad? ¿Huiría? O, peor aún, ¿sería capaz de matar a ambos sacerdotes para que no lo evidenciaran ante la población y así poder continuar con su réproba mentira?

Estuviese muerto o no, aun si fuere un asesino y un impostor, los verdaderos cuestionamientos eran otros: ¿por qué había ido a Guanajuato? ¿Qué interés tenía en esta gran ciudad para que hubiese arribado con tanta urgencia?

Me arremangué las faldas, me calé el sombrero de flores sobre mi cabeza y retorné casa adentro, donde ni siquiera el exquisito aroma del pan recién horneado y el cacao hervido que estaban preparando en las cocinas para la cena me reconfortó.

—¡Señorita Anabella, señorita Anabella! —me llamó Lupita desde el pilar que daba a las escaleras cuando me detuve en la fuente de mármol: la muchacha de trenzas estaba encendiendo los faroles del patio central, y me sorprendió que una palidez muy alarmante se pintara sobre su rostro ceniciento. Sus grandes ojos negros y redondos parecían guardar una gran mortificación según pude ver cuando me acerqué a ella—. Debo de decirle algo rete-importante! —balbució mientras le temblaban los ocotes fogueados que sostenía en sus manos—. ¡Es rete-horrible! ¡Intenté buscarla toda la tarde, pero mis menesteres me lo imposibilitaron! ¡Le juro que lo que le tengo que contar es rete-horrible!

Miré hacia todos lados para corroborar que podía contestarle sin que nadie más me oyera:

—¡Me figuro que no es más horrible de lo que he descubierto yo! —le dije con la boca seca. Como pude me quité los guantes perlados y los guardé entre mis faldas—. ¡Pero prefiero contarte esto en compañía del buen Enrique! ¿Me acompañas a buscarlo?

—¡Don Abundio se lo llevó a las caballerizas, señorita, así que no me fuerce a perder más tiempo del que dispongo para contarle lo que oí!

Al mirar y escuchar la mortificación de la que era propia Lupita no pude negarme: una vez que terminó de encender los faroles me tomó por el brazo y me llevó hasta las habitaciones del servicio, donde me dijo atropelladamente:

—¡Doña Catalina quiere internarla en un hospital de locos!

—¿Qué?

Tan sofocada me sentí por las palabras que me dijo mi amiga que creí que azotaría en el suelo en cualquier momento.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora