22. RECUERDOS PERDIDOS

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—¡Si algo sale mal, Anabella, será lo último que hagamos! —sollozó nana Justiniana cuando, muy a su pesar, marchó resignada hacia su alcoba por los hábitos de su prima Rosenda.

Aparté mi vista de la puerta de mi alcoba cuando ella la cerró y me dirigí a la ventana que daba hacia el patio interior de la casona, donde acerqué la mecedora y me senté, intentando no lastimarme, para contemplar las banalidades de la mañana. Los criados y criadas se trasladaban de un lado a otro, inmersos en sus ajetreados menesteres: por desgracia, mi propósito de encontrar entre ellos a mis buenos amigos, Enrique y Lupita, no se vieron realizados. Ora corrían unas criadas con pilas de sábanas hacia el lavadero, ora corrían otras más con verduras y carnes de res hacia las cocinas.

Apenas había comenzado a dormitar mientras me mecía cuando mi nana retornó a mis aposentos con una bandeja de plata, y sobre ella mis sagrados alimentos matutinos. Miré su entorno y me sorprendió que no trajera con ella los atavíos que le había solicitado endenantes, por lo que le pregunté un tanto extrañada:

—Nana Justiniana, ¿dónde están los hábitos de tu prima Rosenda?

—¿Cuáles hábitos, mi niña? —me preguntó desorientada, colocando la bandeja sobre la mesita del centro de la alcoba con una pronta sonrisa—. Mire, arrímese para que desayune, pan recién horneado con leche recién ordeñada. Le traje miel y chocolate fundido, ándele, úntele chocolate al pan antes de que se haga duro.

—¡Nana! —insistí incorporándome precipitadamente y poniendo una cara de enfado.

—¡Mande usted, mi niña!

—¡Los atavíos de monja! ¿Dónde están?

Mi nana se cruzó de brazos y me observó con el ceño fruncido, como si no supiera de lo que le hablaba.

—Dispénseme, Anabella, pero no sé a qué diantres se refiere.

—¿Cómo que no sabes a lo que...? ¡Ay! —gemí de dolor cuando resbalé en la alfombra y caí de espalda sobre el suelo, muy cerca de mi baúl—. ¡Me lastimé, me lastimé! —sollocé con verdadero dolor. Lo que me faltaba. Ojalá no se hubiesen vuelto abrir mis heridas.

Nana Justiniana no tardó en socorrerme y a levantarme, y por la humedad que sentí en mi espalda adiviné que mis costras se habían abierto de nuevo. Mi aya me ayudó a sentarme sobre la cama y de pronto profirió un grito de conmoción.

—¡Su vestido se ha teñido de sangre, Anabella! ¡Virgen pura! ¿En verdad es sangre?

—¡Evidentemente es sangre, nana! ¿O a caso crees que sudo rojo?

Me viró un poco hacia la izquierda sin escucharme y se apuró a desabotonarme la parte superior de mi vestido para descubrirme la espalda.

—¡Dios mío, Anabella! Pero ¿de dónde han salido esas heridas que lleva usted en la espalda? ¡Y no me diga que fue por la caía, pues apenas fue un resbalón! ¿Quién la ha azotado? ¿Lo ha hecho usted misma? ¡Por San Pedro y San Pablo! —lloró presa del horror, pero su horror no fue más punzante que el mío, tras oírle decir aquello.

—¿Qué me preguntas, nana? ¿A caso ya olvidaste quién me provocó estas heridas?

Me pregunté si estaría bromeando con el propósito de darme una lección respecto a cómo se mira una persona demente, como ella me había dicho que era yo.

—¡Es una cruz invertida! —volvió a exclamar tras abrir un poco más el vestido con sumo cuidado—. ¡María Santísima! ¡Si alguien la ve con esta cruz inver...!

—¡Basta, nana Justiniana! ¡Basta! —me incorporé de inmediato como Dios me dio a entender y la encaré, encorajinada, sosteniéndome la parte superior de mi vestido para que no se me cayese—. ¿A qué diantres estás jugando? ¿A que has perdido la memoria? ¡Si tus propósitos son impedir que salga de esta casa para reunirme con don Cristóbal en los calabozos, no lo vas a conseguir, bajo ninguna circunstancia! ¡Iré a verlo así sea disfrazada de monja o de bruja!

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora