7. APARICIÓN

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Eché cerrojo a la puerta y me tumbé sobre mi  cama. Las mejillas me ardían, igual que mi pecho y mis manos.

—¡Ahhh! —ahogué un grito sobre mi almohada, como pretendiendo dejar escapar en él todo el rencor que almacenaba mi alma.

¡Qué injusto era vivir en aquella casa, asfixiada por las paredes de mi habitación, sin la licencia de sentirme libre y actuar según mis propias decisiones! Qué difícil era existir en aquella casona, a merced de la voluntad de mi dominante madrastra: hipócrita, corrupta y doble cara: cuán horrible era tratar de sobrevivir cada día bajo los caprichos de mi abusivo hermano Victoriano y de las críticas y burlas de tía Migdonia y mi prima Marieta! Estar obligada a sonreír cuando lo que quería era llorar, estar obligada a permanecer sentada cuando lo que quería era correr; estar obligada a fingir que era feliz cuando realmente mi corazón guardaba toda mi amargura: y todo esto para no dar motivo de habladurías...

Me sentía como una triste golondrina rodeada en oro y comida, pero encerrada en la prisión de una falsa moral. ¿De qué me servían mis piernas, si no podía usarlas para ir a donde me placiera? ¿De qué me servían mis ojos, si no podía mirar más allá de los confines? ¿De qué me servía mi corazón, si no podría amar a quien yo deseara? ¿Por qué no podía ser libre? ¿Por qué no podía ser simplemente yo, y vivir en un mundo donde no hubiese prohibiciones, ni reglas ni pecados?

Si no lloré fue porque no quería marchitar mis párpados, ni darle así la satisfacción a doña Catalina de saberme desgraciada. O quizá no lloré porque ya había llorado demasiado en mis diecisiete años, y quizá mis lágrimas se habían terminado.

Si tan solo padre hubiese estado sano, estoy segura que me habría defendiendo de todos esos desquiciados que me rodeaban, en nombre del amor puro que me profesaba.

—¿Señorita? —llamaron del otro lado de mi puerta.

—¿Sí? —pregunté sin abrir. 

—La cena está dispuesta en la mesa  y doña Catalina me ha pedido que le avise...

—Gracias, Elvira, bajaré en seguida.

—Como ordene la señorita.

Elvira era la enemiga de Lupita, una alta mujer morena, guapa a su manera, y de cabello rizado que siempre peinaba en trenza, como todas las mujeres del servicio: era la criada más mezquina, intrigosa y malvada que hubiese tenido nunca mi familia: debía de tener mi edad, pero eso no impedía que tuviese una mentalidad mucho más despierta que la mía. Incluso se decía que era de moral ligera en cuanto a su proceder con los hombres, habían llegado a rumores a oídos de mi amiga Lupita de que esa fulana había sido amante de mi hermano Victoriano. Por esa razón Elvira no estaba en mi gracia. No me explicaba cómo madre aún no la había corrido... Pero es que claro, no le había dado motivos directamente a ella, porque los alacranes siempre suelen picar de noche, cuando nadie los ve.

En el comedor tuve que poner mi mejor cara de mustia; durante toda la cena Marieta, tía Migdonia y Victoriano me miraban burlonamente: ellos sabían que madre me había pegado y castigado en el interior de la capilla, tratándome cual si fuese una vil hereje. Por su parte, ella nos miraba de reojo con un gesto de beata, cual si no fuese capaz de romper un plato. Azucena, en cambio, parecía una temerosa ratoncita a la que un gato se la comería si hacía un movimiento equivocado. De veras que era bonita, con sus bucles almendrados cayendo por sus orejas, sus ojos miel brillantes y grandotes, y sus labios sonrosados parecidos a los de... El joven capellán. Pero su tristeza era demasiado evidente para que su belleza imperara.

No hay medicina útil contra el poder de la tristeza y la incomprensión, y quizá muy en el fondo yo entendía el que ella nunca hablara ni compartiera con nadie su melancolía, puesto que sufrir en silencio duele, pero sufrir en voz alta y que todos te ignoren duele aún más. Sabía que ni comiéndose un costal con azúcar Azucena habría hecho cesar su amargura.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora