8. CONFUNDIDA

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Aparté con urgencia a las personas que se apiñaban en el sitio donde había ocurrido (o había estado a punto de suceder) el siniestro, y me eché a correr hacia adelante, cruzando la calle hasta llegar a la otra acera, donde Cristóbal Blaszeski permanecía de pie, insufrible, sereno, con la misma sonrisa sarcástica de antes.

—¡Y tiene el descaro de burlarse de lo que ha hecho, sátiro y malhechor! —estallé, plantándome frente a él. Para mi asombro, el barbaján era mucho más alto que mi hermano Victoriano a quien, ya de por sí, consideraba grande.

Pero el capellán simuló no escucharme: o más bien me ignoró con la soberbia más pura que había visto en un caballero nunca y continuó observando con atención a la gente que socorría a mi amiga Lupita. Parecía disfrutar de la escena, y los hoyuelos que se formaban en sus mejillas, aunados a su fresca sonrisa, lo evidenciaban y, a su vez, lo hacían ver tentador: ¿Cómo podía permitirse un sacerdote ser tentador? Tan pasmada quedé por su indiferencia y la exquisitez de su mirada que me costó trabajo poder exteriorizar mi sorpresa. No fue sino hasta que le di un fuerte pisotón en su pie derecho que el maldito gimió, notando sorpresivamente mi presencia y dedicándome una expresión de cólera.

—¿Tiene parentesco con las mulas, desvergonzada? —me gritó— ¿Por qué me ha pisado? ¡No cabe duda que usted es un perfecto modelo de impertinencia, y que sus formas de llamar mi atención son un tanto particulares, además de vulgares!

Por su gesto sabía que lo había lastimado al menos un poco, cosa que verdaderamente me llenaba de satisfacción.

—¡Deje de hacerse el desentendido y asuma sus responsabilidades! —le dije, señalando con una de mis manos hacia donde estaba mi amiga tirada—. ¿Qué es lo que ve?

—Lo único que veo es a una niñita caprichuda con miedo, frente a mí —contestó, enarcando una ceja y, evidentemente, refiriéndose a mí—. ¿Le doy miedo, niñita? —me preguntó con una dulcísima voz, solo atribuible a la de un santo varón.

—N...o —mentí, con el corazón latiéndome con desenfreno.

Tuve que retroceder cuando el capellán dio un paso hacia mí, sus ojos dos luceros resplandecientes, vivos, profundos, gemas preciosas, descollantes del resto de su rostro: como lo había dicho Lupita, hipnotizadores.

Cristóbal Blaszeski volvió a sonreír, y mentiría si dijera que me causaba repulsión tal sonrisa, porque... lo cierto es que su sonreír era digno de una preciosa poesía. Nuevamente tuve la sensación de que estaba desprotegida y sola aun si estaba en la vía pública, en la esquina de mi casa, con un montón de gente detrás de mí y carruajes, caballos, carretas y transeúntes pasando a mi lado: y es que aquél misterioso hombre no solo tenía la capacidad de dejarme desprovista de energía y valor, sino también de infundirme temor y la idea de que nadie podría defenderme de un ataque suyo.

—Miente, niñita —susurró, su voz se quebró ante una atmósfera intrigante y fría que él mismo estaba provocando—, usted siempre miente... Su vida misma es una mentira.

El viento sopló sobre los mechones rubios que caían por su frente y los distribuyeron hacia la espalda; su sombrero se testereó y tuvo que utilizar la punta de su fino bastón para impedir que saliera volando. Arrobada, no pude sino mirarle la forma de sus ojos, la línea recta que delimitaba a su nariz, y el algodón carmesí que parecía ser la materia prima que formaba a sus esponjosos labios.

Me obligué a cerrar mis ojos para evitar que su hechizo me siguiese atacando.

—¡Iré al tribunal de la Santa Inquisición y lo acusaré de...!

—¿De haber salvado a la desdichada de su amiga de una muerte que ya tenía destinada?

El corazón me tembló al oír tales referencias.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora