IV

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Pequeño, desordenado, y helado, con una anciana detrás de un desordenado  escritorio, firmando y sellando un papeleo. Así se encontraba la oficina de la encargada de detención.

Alzó la mirada cuando se percató de mi presencia.

—     ¿Le puedo ayudar en algo? — su voz sonaba algo áspera y ronca. Limpié mi garganta.

—     El entrenador Cooper…

—     Saliendo, al fondo y a la izquierda — Regresó su mirada con anteojos al papeleo.

Aún  cargando con mi mochila sobre mi hombro, estiré las mangas de mi suéter mostaza hasta cubrir mis muñecas y me dispuse a salir lo antes posible.

Seguí las instrucciones de la anciana cuyo nombre no sabía aún y al llegar giré la perilla de una puerta de cristal con bordes metálicos.

“DETENCIÓN. Guarde silencio”

Un cartel de hoja blanca cuyas letras resaltaban de un color rojizo llamó mi atención. Era más grande que cualquiera de los salones de clases, hacía más frío que la oficina anterior y el ambiente estaba impregnado por un olor a cloro con aromatizante de canela. Vaya combinación asquerosa. Sólo había tres cuerpos en toda la pieza. Una en el otro extremo, tumbado sobre una silla con los pies posados sobre otra, formando una clase de sofá improvisado. Tenía la vista clavada sobre el gran ventanal que daba una vista extraordinaria del campus. La otra fregando el vitropiso. Y bueno, yo.

Caminé de talones para no resbalar y tomé asiento en el lado opuesto de aquel chico con chamarra de cuero. Posé la mochila sobre el respaldo  de la silla y crucé mis brazos sobre la mesa y recargué mi barbilla sobre éstos.

Cuando la señora que hace unos minutos fregaba terminó, abandonó la pieza, dejándome a solas con aquel chico.

Me concentré tanto en el movimiento de las manecillas del reloj colgado un poco más arriba de la pizarra, que no me percaté que el chico del rincón se encontraba sentado a un lado mío, sentado de la misma manera que yo, pero con el respaldo hacia frente. Tenía la mirada clavada sobre mí. 

—     A mí también me agrada mirar las manecillas del reloj — se burló con un extraño acento. Mi expresión debió ser cómica porque el chico sostenía una amplia sonrisa. Levante mi barbilla y le dediqué una pequeña sonrisa. Bueno, más bien una mueca. — Scott Hamilton— extendió el brazo ofreciéndome su mano. Scott tenía una linda sonrisa. Tomé su mano— Aún no te has presentado.

—     Alice, Alice Green — recalqué mi apellido.

—     Alice Green — repitió. Llevo su dedo índice hasta su barbilla — lindo nombre —otra sonrisa.

¿Mencioné sus hoyuelos? Asentí de manera agradecida.

—     Y dime, qué ha hecho la pequeña Alice. Éste no es un lugar apropiado para pequeñas criaturitas enternecidas — su comentario me hizo sonrojar.

—     El voleibol no es lo mío — me encogí de hombros. Asintió.

—     ¿El balón rompió algo? — enarco una ceja.

—     Su cráneo  es lo suficientemente fuerte para aguantar el golpe de un balón — me encogí en mi asiento, lo que causó la sonora risa del ojiverde. El delicado sonido causado por él, era música para mis oídos.

Al otro lado del cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora