La emoción está sobrevalorada

75 5 0
                                    

Amar sabiamente es la síntesis perfecta entre la cabeza y el corazón. Por ello, el mejor camino para amar es hacer confluir el romanticismo con la ilustración. El romanticismo con su legado de subjetivismo, sentimiento, emoción, y la ilustración con su luminosa racionalidad. Este doble camino ha convivido en el ser humano desde siempre, como los aspectos apolíneos (racionales) y dionisíacos (emotivos) de las antiguas tragedias griegas. Sin embargo, la emoción es lo que más prima en nuestra sociedad actual. La palabra emoción proviene de la palabra latina exmovere, que significa «poner en movimiento». De entrada, aquello que te pone en movimiento no es pernicioso, la pregunta tal vez sea: ¿hacia dónde te dirige este movimiento? Si te dirige a la emoción choque, al amor adrenalínico, entonces sólo te conduce hacia las vivencias exaltadas a la cuales te haces adicta, puesto que acostumbras tu sensibilidad a un tipo de estridencia y nivel de alto voltaje que convierte en insípida la cotidianidad. Pero la emoción también es el motor de este viaje y el principio de una gran historia de amor. Aquí surge un aspecto de suma importancia: es muy posible que seas adicta a las emociones estridentes y estés inmunizada a las riquezas recónditas de la cotidianidad, que a menudo te aburras y encuentres anodina la realidad sin la montaña rusa llena de tragedias y de momentos sublimes del mal amor. Un mal amor que muchas veces, paradójicamente, se asocia al mejor amor del mundo porque se interpreta como el más intenso, el más loco, el que más te hace vibrar. En este debate entre razones y emociones, aparece un término esencial: la escala de valores, una especie de lista imaginaria cuyos elementos ordenamos jerárquicamente en función de su importancia. Todos hemos escuchado expresiones como «en mi escala de valores, primero está la familia y a continuación el trabajo»; otros dicen cosas como «en mi escala de valores, la sinceridad ocupa un lugar esencial»; parece que haya tantas escalas de valores como individuos.
Como muchos términos que hacen fortuna, la escala de valores se ha adulterado: no es subjetiva, no es la escala de valores de cada uno, sino que originalmente era una escala con una cierta voluntad de universalidad. La inventó Max Scheler (filósofo nacido en 1874) y en esta escala ocupan el lugar más alto los valores espirituales, estéticos, vitales y afectivos, y en último lugar la sensibilidad. Por ejemplo, para disfrutar de una buena ópera es necesaria una actitud activa: aumentar tu concentración, asistir a muchas representaciones, educar tu gusto: sólo así, con tiempo y trabajo, lograrás disfrutar de una buena ópera, ya no digamos de tocar el piano. También un buen amor necesita práctica, trabajo y conciencia. Cuanto más elevada sea la posición de un valor, más precisará de actividad, compromiso vital y dedicación, puesto que se trata de patrimonios «profundos» que requieren tiempo, trabajo y una cierta pasión.
En cambio, las emociones sensitivas no necesitan ninguna preparación para percibirse: dependen de los sentidos; cualquiera puede sentirse impresionado por alguien, fascinarse, enamorarse, asustarse… no requieren ningún aprendizaje. Sólo se trata de utilizar las emociones y los sentidos, cualidades humanas innatas. Esto, precisamente, es lo que más conviene al consumismo: crear sujetos que tengan una relación inmediata con la emoción a través de los artículos que compren. De hecho, muchos productos de consumo se relacionan con el sexo, la conquista, el deseo… porque desear, enamorarse y consumir comparten la misma base de captación directa.
Y si nos fijamos, se puede hablar del amor en términos de producto. Dejamos repentinamente de querer (¿cómo es eso posible?). Buscamos las emociones del principio, sentimientos astringentes de captación inmediata… muy a menudo otras personas nos suministran sensaciones y servicios, como si de un bien de consumo se tratara.
Queremos emociones claras, potentes, intensas, a pesar de que nacen condenadas porque no podrán mantenerse en el cenit de la novedad y se convertirán en efímeras.
La poesía es un género minoritario, pero, en realidad, ¿no es la poesía una de las cosas más emocionantes que existen? Sin embargo, es un género literario que para ser disfrutado necesita de un aprendizaje, de cierta educación del gusto. La poesía es un placer sublime, delicado y profundo que está en completo desacuerdo con la cultura de la inmediatez, de la emoción fácil. La emoción inmediata no tiene nada de malo si puede combinarse con un cierto trabajo para llegar a las mejores emociones.
María Zambrano escribió: «existe también el error en la vida, que es el aburrimiento». Hay errores en el alma de las personas cuando se aburren. La vida está llena de riquezas, posibilidades, tesoros ocultos, y el amor es un gran tema pero no es todos los temas.
El amor, igual que el amor a uno mismo, no tiene una relación directa, como nos pretenden hacer creer, con los cambios drásticos, con la radicalidad —tan relacionadas con las emociones porque es aquello resplandeciente, innovador y extremista—, sino con la gestión diaria, por lo general invisible, que como una gota constante erosiona la roca. Es posible un amor humilde pero honesto, que nos convierta en amables (amabilis, que significa «dignos de ser amados»). Ser digno de ser amado comporta también tiempo y esfuerzo. Implica una cierta elevación del alma y, de la misma manera que debemos prepararnos para ser dignos de amor, también debemos amar a quien sea digno de ser amado.
En un mundo de culto al sentimentalismo emocional, los dignos de ser amados parece que sólo son los bellos insubstanciales que aparecen en las revistas de papel cuché, que se enamoran y desenamoran con una facilidad pasmosa. El amor tiene que ver también con el compromiso y con la acción, alberga cuidados que pueden ser vividos como molestias sólo si apartamos del amor todo lo que tenga que ver con el esfuerzo y creemos, falsamente, que el genuino amor sólo tiene relación con un sentimiento espontáneo. Un amor que sólo sepa sentir y captar las emociones es el ideal de una sociedad que se revela constantemente como caprichosa y exigente, más centrada en un hedonismo pasivo que en una actitud generosa.
Amar también es una forma de entusiasmo, de albergar proyectos personales y compartidos, de moverse —emocionarse— para mejorar. Es una responsabilidad personal.
San Agustín dijo que «el corazón dilata las pupilas, y tan pronto como sentí que quise comprender…». Comprender significa abrazar con el pensamiento. No comprendemos el mundo ni a la persona a la que amamos sin implicarnos, sin la capacidad de empatía y compasión (sufrir con alguien). No podemos comprender a quien amamos sin un cierto orgullo de quién es y de los valores que defiende. Y es posible y deseable tener un alto nivel de pensamiento, de racionalidad, sin renunciar por ello a los sentimientos (no son facultades contrapuestas sino que se potencian mutuamente). Un robot hiperracional que mira el mundo de manera científica y fría es tan poco interesante como un ser ahogado en sus propias emociones. De hecho, ambos pueden ser muy poco útiles: uno puede inventar un arma mortífera y el otro ser el protagonista de un crimen pasional.
Hay un término medio entre la sangre fría y el frenesí emocional. Aristóteles se refería al punto equidistante que hay, por ejemplo, entre la temeridad y la cobardía: la valentía.
La emoción pura también puede ser éticamente buena: ante un abuso es necesario sentir la emoción directa, como un puñetazo en el estómago, que nos haga actuar de inmediato frente a una injusticia. Lo que no sería ético sería una reflexión que sospesara los pros y contras, la propia seguridad, la conveniencia y no se dejara llevar por una sana e impetuosa reacción fruto de la emoción choque. De hecho, importa no sólo lo que hacemos sino cuándo y cómo lo hacemos. En cierta ocasión le preguntaron a Aristóteles qué era la bondad, cómo actuaba un hombre bueno. Todo el mundo esperaba que respondiera que un hombre bueno hacía esto, eso, aquello y lo de más allá. En cambio, se limitó a decir: «La bondad es aquello que decidirá en cada momento el hombre bueno». Éste es un gran secreto del arte de vivir, convertirte en una persona sabia que sepa escoger en cada momento la actitud más adecuada. A veces
la impulsividad y el deseo son las mejores respuestas, y en otras ocasiones la respuesta adecuada pasa por tomar precauciones y adoptar una actitud cauta. No renuncies a nada, pues ningún atributo, actitud o sentimiento es por sí mismo negativo o positivo; se trata de saber aplicar el cómo y el cuándo de cada uno de ellos. A pesar de todo lo dicho hasta aquí, las emociones tienen un culto exagerado, no representan la realidad y ni siquiera la parte más interesante de ella, y nos convierten en adictos emocionales que necesitamos cada vez una emoción más fuerte, una sobreestimulación para ser sensibles a algo. Convoquemos una forma más modesta, menos provocada, de sentir, más basada en el esfuerzo, la quietud, la tranquilidad… una intensidad más profunda e interesante que subir a un trapecio y hacer un salto mortal cada vez que deseemos amar.
Es posible y deseable aprender a amar, pues hay cosas que jamás vivirás si sólo vives el amor pasión (término procedente de la palabra pathos, que significa sufrimiento).

TOMA NOTA

Un amor de plenitud parte de la emoción, del movimiento y de la fuerza, pero acaba necesitando la cualidad humana del otro.

■ ¿Quién es tu yo más auténtico? Mientras te identifiques con alguien que sigue sus impulsos, emociones y sentimientos sin cultivarlos ni sincronizarlos con otras partes de ti, corres el peligro de ser alguien incompleto, como un barco con una vela inmensa y sin timón.

■ ¿Cuál es el amor verdadero? Un amor que te permita crecer y no te haga sufrir innecesariamente. Es una norma de amor inviolable: si hace sufrir no es amor (es dominio, desamor, indiferencia… y un largo y muy poco interesante etcétera, pero no es amor).

⠀El Amor No Duele.Where stories live. Discover now