CAPÍTULO DIECISIETE

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GABRIEL

Una masa negra y viscosa envuelve mis muñecas y mis tobillos, ni siquiera me esfuerzo en intentar romperlas pues mis energías son tan bajas por la tortura previa que solo conseguiría humillarme a mí mismo y a los de mi especie. En mi estado de trance me pregunto qué pensarían los demás ángeles de la horda si pudiesen vernos a Haniel y a mí en esta situación.

Nos encontramos siendo jalados y arrastrados por los pies, una vez más, por cientos de pequeños y hediondos demonios. Cada cierto tiempo tornan lugares, entretanto Haniel y yo nos limitamos a mirarnos detenidamente como para confirmar que seguimos conscientes. En momentos como éste es en los que desearía poder cambiar poderes con Helge —quien tiene la capacidad de regenerarse a una velocidad unas diez veces más rápida que la de nosotros—, o con Daven que tiene una fuerza mayor que la de todos los directrices en la horda juntos.

Así, quizá, podría regenerar la piel dañada de mi espalda por la fricción que supone estar siendo arrastrado por el terreno empedrado del infierno, o tal vez podría romper como si de una liga de plástico se tratase estas ataduras que nos retienen y nos hacen imposible defendernos de los golpes que las criaturas oscuras nos propinan.

Un puñado de mis plumas se queda enredado con una piedra en el camino y algo parecido a un gruñido brota de mis labios cuando las veo alejarse de mi anatomía. No sé qué es lo que pretende Damballa. Desde que bajamos no lo he visto por ningún lado, es como si solo quisiera cansarnos hasta que simplemente no supongamos ningún riesgo para su integridad. El calor del lugar me aturde de sobremanera, mis músculos están tan tensos que, por un momento, me pregunto si aún puedo mover mis extremidades.

No sé cuánto tiempo llevamos aquí abajo, la noción del tiempo suele ser muy confusa en el averno. Es por eso que cualquier ente que cae aquí pierde la razón antes de darse cuenta, por eso y por el hecho de que existen miles de criaturas aquí que ni en la mente del individuo más carente de cordura existirían.

Y no estoy hablando de criaturas como el Diablo. Él fue un querubín alguna vez, hecho a imagen y semejanza del grande, al igual que los demás seres, razón suficiente para que sea digno de ver.

Él se queda corto a comparación con los animales cornudos; con colas retorcidas; con pezuñas, con tres ojos y colmillos más grandes de los que podrían caber en sus bocas, que se encuentran en la oscuridad de estos lares.

Justamente ahora detrás de una roca, muy a lo lejos consigo visualizar a un amago de rinoceronte de dos cabezas que mira la escena en un punto medio entre el asombro e incredulidad. Estoy a punto de preguntarle su especie original cuando noto un destello atemorizado cruzar su rostro. Entonces, escucho —y más que nada siento— las pisadas de alguien que debe ser gigante a juzgar por el retumbe en el suelo debajo de mí.

— Haniel —susurro más para mí mismo que para él, pero lo suficientemente alto para que pose su atención en mí en vez de en el intento de cielo—. Debemos salir de aquí.

Su mirada se encuentra con la mía y de momento soy capaz de notar la inseguridad detrás de ella. Sé que piensa que no saldremos de aquí nunca, sé que está dándose por vencido desde antes y eso me frustra de sobremanera. Somos guerreros, no deberíamos estar en esta posición.

Somos ángeles, no deberíamos estar siendo arrastrados por el suelo del infierno como si fuésemos un utensilio de limpieza.

Si bien sé que no soy el guerrero más fuerte ni el más ágil, alguna razón debió ver el creador para hacerme el mensajero y líder de la horda. Tengo la capacidad de apañármelas y salir bien librado de situaciones como ésta.

SÁLVAME DE LA MUERTE - ÁNGEL (EN EDICIÓN)Where stories live. Discover now