Capítulo 11.

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Rebeca se levantó temprano de la cama, nerviosa y casi asegurando que sus padres sopesarían la noticia y quizás con furia, pero al final accederían. Su madre; Arantza Sánchez de Ortega, era una mujer de cuarenta años delgada, cabello rojizo y con su siempre tan elegante escencia, era estricta, sin embargo siempre se tentaba el corazón para sucumbir a las fechorías y caprichos de Rebeca. Su padre; Ernesto Ortega Rivadeneira, era un hombre de cuarenta y tres años de carácter y prescencia imponente, apuesto y firme, a su cabello le comenzaban a resaltar las canas, siempre portaba trajes elegantes y apariencia impecable.
Rebeca le daría la noticia primero a su madre, quién ya se encontraba en el comedor de color negro desayunando una taza de café y leyendo un libro. Antes de esto, Rebeca llamó a Mariano por teléfono.
—¿Listo?
—Hoy se sabe todo, ¿lista?
—Ya estoy en eso, debo irme... te quiero, Mariano.
—Te quiero, Rebeca.
Rebeca llevó con ella su celular, pero olvidó colgar. Mariano no colgó, quizo aprovechar el descuido de Rebeca para escuchar como hablaba de él.
Rebeca salió de su habitación con los nervios al borde.
—Madre, necesito hablar contigo. —dijo mientras tomaba asiento frente a ella.
—¿Debo asustarme? —dijo su madre en tono tranquilo.
—Seré directa. Mamá, estoy enamorada.
—Rebeca... —dijo su madre ajustando sus anteojos y riendo con sarcásmo—. ¿Enamorada? ¿de quién?
—No será fácil de escuchar, pero...
—No hace falta, crees que estás enamorada de Daniel de la Cruz, ¿cierto? —interrumpió.
—¡No! —exclamó Rebeca.
—Ya veo, ¿Christopher Salazar, ah?
—Mariano Sandoval Ferríz. —dijo Rebeca rápida pero firme y presionó sus ojos y sus manos con temor.
Arantza azotó la taza contra la mesa y se puso de pie poniendo con fuerza sus manos sobre la mesa causando estruendo y temor en Rebeca.
—Debes estar bromeando ¡Mariano Sandoval podría ser tu padre!
—Mamá, yo lo quiero.
Arantza reía con furia.
—Estás confundida.
—Estoy enamorada.
Mariano, al otro lado del celular sonrió al escuchar esas palabras.
—¡Rebeca, por Dios! Tienes diécisiete años, él te dobla la edad. ¿Y qué pasará cuando él tenga sesenta años? ¿serás su enfermera en lugar de su mujer? ¿Y cuando salgan juntos y les pregunten si son padre e hija?
Éstas palabras calaron a Mariano al darse cuenta de que aunque le doliera, Arantza tenía razón. Lo que más le resultó estrepitoso fue el silencio de Rebeca, supuso que estaba digiriendo la realidad de las palabras de su madre.
—Mamá, me estás hiriendo. —exclamó Rebeca conteniendo el llanto.
—Ésto lo sabrá tu padre, y aunque llegaras a tener mi apoyo... dudo que obtengas el de él.
—Llámalo. —pidió Rebeca—. Será mejor que lo sepa ya.
Mariano sintió quizás más temor telefonicamente, que Rebeca en prescencia.
Arantza subió las escaleras y se sentó en la cama donde Ernesto estaba recostado pero despierto mirando las noticias en el televisor.
—Escuché gritos. —dijo Ernesto.
—Sera mejor que bajes. Rebeca está sobrepasando los límites.
Ernesto se vistió y bajo idealizando como podría adular a su hija, aún sin saber de qué se trataba el problema.
—¿Y bien? —dijo Ernesto.
—Papá. —dijo más atemorizada—. Estoy enamorada.
Rebeca vio la ira reflejada en los marrones ojos de su padre y supo que estaba a punto de desatar una guerra.
—¡Tonterías! —exclamó con voz fuerte y aterrante.
—Estoy enamorada de Mariano Sandoval Ferríz.
Su padre negó con la cabeza y soltó una carcajada de incredulidad.
—¿El hombre de la iglesia? ¿qué carajo tienes en la cabeza, Rebeca? Él te dobla la edad. —decía con dureza.
Una vez más las palabras le calaban a Mariano y dudaba en colgar, pero no lo hizo. De cierta manera parecía que las palabras de Ernesto y Arantza hacían entrar en razón más a Mariano que a Rebeca.
—¿Podrían dejar un momento de pensar en la maldita edad? ¿qué no pueden pensar en mi felicidad? —Rebeca dijo, y rompió en llanto—. ¿Y qué si es mayor o menor? Lo quiero y él me quiere.
—¡Miserable! —dijo Ernesto pasando con furia sus manos por su cabeza—. ¿¡Cómo puede ser que se fije en una niña que bien podría ser su hija!? ¡ese tipo está demente y me tendrá que escuchar!
—¡No! —protestó Rebeca.
—¡Lo demandaré!
—¡Ernesto! —protestó Arantza—. No te precipites.
—¡Desquitate conmigo! —protestó Rebeca.
—¡Tú te callas, muchachita insolente!
Mariano sintió que la sangre le hervía al escuchar como su padre de Rebeca le gritaba e insultaba por su causa. Pero encontraba coherencia en el descontento de Ernesto.
—Llámame insolente, pero no me podrás privar de el amor.
—Eso no es amor, por Dios. El tipo debe estar pésimo del cerebro para hacerle ésto a una adolescente. Y mejor te olvidas de ésta estupidez si no quieres que destruya la vida de Mariano. —amenzaba apuntando con el dedo a Rebeca.
—¿Porqué me haces ésto? —decía Rebeca con su rostro bañado en lágrimas, pero en el fondo sabía que parte de la ira de su padre tenía razones justificables.
—¡Rebeca, razona un momento! ¿Qué harás cuando tengas treinta años y quieras salir a explorar el mundo y te des cuenta de que estás limitada a un hombre que su único mundo será ocultarse las canas del cabello y las arrugas del rostro? ¿ó cuando quieras tener hijos y él a su edad ya aborrezca a los niños?
Rebeca sintió las palabras de su padre atravesando como balas, le dolía saber que lo que decía era verdad. Mariano también sintió como si la venda del corazón se le hubiera caído y sabía que Ernesto tenía razón. Ellos se querían como locos, pero cerraron la razón para abrir el corazón.
Un silencio intrigador los invadió, ésto confirmó a Mariano que Rebeca en el fondo estaba asimilando que lo que Ernesto decía; despues de todo él era su padre, él sabía lo que era bueno y malo para su hija.
—¿Y qué hago si ya lo quiero? —preguntó Rebeca en tono bajo y llena de lágrimas bajando la guardia y más que reclamo, sonó como cuestionamiento para sí misma.
Mariano también interpretó que Rebeca se rendía, así que supo que aunque doliera; él debía hacer lo mismo.
—Te vas. Si insistes en ésta insolencia te vas a Guadalajara con mi hermana. —dijo Ernesto mostrando expresión de firmeza.
Mariano sintió que el mundo se le venía abajo, y supo que Rebeca estaba cambiando para mal su vida por él. Se sintió totalmente culpable y sabía que la solución era despertar del sueño que creyeron que se estaba haciendo realidad.
Rebeca furibunda se salió de casa, cerrando la puerta con un fuerza. Mariano escuchó y colgó sabiendo que la pelea había concluído.
Rebeca llamó nuevamente a Mariano.
—Necesito verte ahora mismo.
—¿Dónde estás?
—Voy en camino a la iglesia, te veo en el patio trasero.
—Ahí nos vemos.
En el camino, Rebeca idealizó un plan arriesgado; le diría a Mariano que se fugaran. Sin embargo Mariano ya tenía un plan fijo al que no renunciaría.
Llegó Rebeca primero, y se sentó en el oxidado columpio que había en el patio trasero de la iglesia. Mariano llegó y vio a la mujer de sus sueños con sus jeans rasgados, sus converse y su suéter gris contemplando a la nada. Se acercó a ella.
—Rebeca... —dijo mientras se sentó en el otro columpio.
Rebeca se levantó y lo besó. Su sorpresa fue que Mariano no correspondió el beso.
—¿Qué ocurre?
—Ocurre que lo que creas que está pasando entre nosostros, simplemente no está pasando.
Rebeca retrocedió asombrada.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir, Rebeca, tienes diécisiete.
—No, esto no está pasando. —dijo Rebeca pasando su mano por su cabello.
—Y yo treinta... —dijo Mariano riendo con ironía—. Todo ésto fue solo una locura, ¿no creerás que las cosas se pondrían serias, cierto?
Rebeca rompió en llanto y suspiros de pesar. Y Mariano sintió que también lloraría, pero fingió fortaleza.
—Pero tú dijiste... por Dios, Mariano, estoy arriesgando mi futuro por ti.
—Rebeca, despierta. No puedes votar, ir a un bar, conducir, no puedes siquiera tomar tus decisiones tú sola.
—¿Así que si no puedo votar, ir a un bar y conducir no soy suficiente para ti?
Mariano sentía un nudo en la garganta el cuál trataba de evadir.
—Escucha, lo que sea que quisieras conmigo no está pasando, no pasará... no quiero que pase.
—Mi padre me odia porque le dije lo que sentía por ti. Ahora seguro él y mi madre están peleando. Me estoy arriesgando a que me manden a Guadalajara para que me olvide de ti. Y ahora tú —ponía con fuerza su dedo índice contra el pecho de Mariano—. me dices que no soy suficiente para ti.
—Ésto solo nos dañará.
—Callate, Mariano.
—Llegarán mejores cosas a tu vida.
—No quiero mejores cosas en mi vida, te quiero a ti en mi vida.
—Pero yo no.
Rebeca se limpió las lágrimas con las mangas de su suéter y se marchó.
Mariano se soltó en llanto, se dejó caer al suelo de rodillas y golpeaba con sus puños el suelo. Lloraba imaginando lo lóbrega que sería su vida sin ella, y su espíritu flébil le decía que no la dejara ir. Pero no quería distanciarla de su familia, ni de su mundo, no se perdonaría si enviaran a Rebeca lejos. Prefería morir por dentro teniendola cerca que morir sin siquiera verle el polvo.
Rebeca se sintió usada, odiaba querer a Mariano. Pero sabía que ahora sí debía borrarlo de su vida.
Llegó a casa y pidió perdón a sus padres, ambos la comprendieron, pero Ernesto le dijo que ahora tendría más mano dura con ella. Ella les prometio que jamás volvería a ocurrir algo así. Y dicho ésto fue a su habitación a escribir una carta más.

"Querido Mariano.

Cuando yo era pequeña conservaba una coneja de peluche que adoraba, dormía con ella y no podía estar sin ella. Una mujer importante en mi vida me la regaló al cumplir cinco años y esa mujer un día se fue y me dijo que cada que la extrañara o la recordara; abrazara a la coneja. Un día la coneja se llenó de lodo y mi padre me exigió tirarla a la basura prometiendome que tendría una nueva. Al tirarla sabía que estaba tirando el recuerdo de una gran amiga, pero sabía que esa amiga quizás ya no recordaba que yo existía. Así que al final del día tiré a la basura feliz a la coneja sabiendo que vendrían peluches mejores.
Mariano, yo no sé porqué usted me dio alas sabiendo que me las iba a cortar, pero sé que hoy mi padre me hizo saber que vendrán mejores y que lo que sentí por usted hoy se va a la basura como se fue mi coneja. No voy a atarme al dolor de la insertidumbre. Hoy a su vida renuncio.

Suya, Rebeca."

Sara fue a la casa de Mariano, y él la hizo pasar.
—Vamos hoy a mi casa, cariño. —dijo Sara.
—Sara, lo siento. Ésto se acabó. —dijo Mariano sin más. Cosa que a Sara desconcertó.
—¿Disculpa?
—Se acabó. No puedo estar contigo porque no siento nada por ti.
—¿Y me lo dices así? —Sara se soltó en llanto.
—Lo siento, en verdad.
Sara se limpió las lágrimas y fingió fortaleza.
—Entonces no tengo nada que hacer aquí. —abrió la puerta—. Púdrete, Mariano. —dijo azotando la puerta al salir y en seguida se subió a su carro.

Eran las 9:30 de la noche cuando Mariano recibió una llamada de un número desconocido.
—¿Hablamos al número de Mariano Sandoval Ferríz?
—Él habla, ¿quién es?
—El doctor Augusto Suárez, ¿conoce usted a la jóven Sara Rentería Vázquez?
—Así es, ¿qué ocurre?
—Acaba de tener un accidente automovilistico, encontramos éste número en la marcación rápida de su celular. ¿Qué es de usted? ¿podría avisar a sus padres?
—Yo los llamo, ¿dónde está?
El doctor le dio la dirección a Mariano.
—Voy para allá.
En el camino; Mariano avisó a los padres de Sara y éstos dijeron que irían inmediatamente al hospital.
—Por mi culpa estás así Sara. —dijo Mariano—. Perdoname.
Decía afirmando que todo se debía a un castigo por haberse fijado en alguien menor que él. Peor se sentía al saber que a pesar de todo eso, no podía dejar de querer a Rebeca.

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