Capítulo 16.

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Faltaba ya solo una semana para la boda de Mariano, por lo cual Adolfo le organizó una despedida de soltero donde únicamente pasarían un rato de convivencia y quizás haciendo un par de juegos. Mariano volvió un lunes por la mañana y fue directo a la casa de Adolfo. A cada paso que daba sentía que pisaba el suelo de Rebeca, caminaba observando a las personas imaginando y casi deseando que de pronto apareciera Rebeca entre la multitud. Sin embargo sabía que a su regreso quizás ella ya estaría en una relación con Luis, o con Daniel, o con Christopher, como se lo dijo aquella noche.
Al llegar al apartamento de Adolfo se encontró con Daniel de la Cruz, se acercó a él y lo saludó con un apretón de manos.
—Bienvenido de vuelta, hombre. —dijo Daniel.
Mariano no sentía empatía por él desde aquella vez que besó a Rebeca. Sin embargo no quiso comportarse como adolescente y simuló empatía.
—Gracias, ¿está Adolfo?
—Acabo de llamarlo, llega en menos de cinco minutos.
De pronto Mariano reconoció una de las pulseras que Daniel llevaba puestas. Efectivamente era de Rebeca.
—Linda pulsera.
—Gracias... —frunció las cejas—. Me la dio una persona que aprecio.
—Rebeca Ortega, ¿cierto?
—Sí... ah, es una chica...
—Fantástica, lo sé. ¿Estás saliendo con ella?
—No... escucha, no me malinterpretes pero, ¿te molestaría si así fuera?
—Absolutamente no, ella es libre. Es solo que como aquel día los encontré besándose...
—Mariano, quizás no debas saberlo pero... yo la quiero, pero ella siempre me ha dejado claro que somos amigos.
Adolfo llegó. Saludó a Mariano y entraron a su apartamento. Mariano se instaló ahí, ya que Adolfo le ofreció que se quedara hasta que regresara.
La fiesta de despedida de soltero se llevó a cabo un miércoles y todos tuvieron un momento agradable excepto Mariano, fingía estár pasándola de maravilla, pero por dentro moría por siquiera ver de lejos a Rebeca.
Adolfo se percataba de la inestabilidad de Mariano y un día antes de que se marchara lo invitó a tomar una copa de vino tinto. Ambos estaban sentados en el sofá de Adolfo.
—Mariano, estás a un par de días de casarte y eso es genial ¿cierto?
Mariano asintió.
—Pero... ¿porqué siento que estás mal? Quiero decir, deberías estár radiante de felicidad y mírate —lo señaló—. Tu cuerpo está aquí pero tu mente está vagando. Además te fuiste sin dar razonest y volviste comprometido —se pasó la mano por la barbilla—. ¿Estás huyendo de algo... ó de alguien?
—Sí —asintió—. De una mujer.
—Vaya, hombre —negó con la cabeza—. ¿De quién?
—No puedes saberlo, pero si debes saber que amo a esa mujer.
—¿Y qué con Isabela? ¡Te recuerdo que te casas con ella!
—Quiero muchísimo a Isabela, pero amo a esa mujer.
—¿Entonces porqué huyes de ella?
—Está absolutamente prohibida.
—¿Y continuarás huyendo?
—No estoy huyendo, estoy liberándola de mí. —dio un largo sorbo de vino y presionó sus labios—. ¿Sabes? De nada me sirve huír de éste lugar, si de quien pretendo huír habita en todo mi ser. —soltó una lágrima y se sintó impotente—. Simplemente no puedo escapar de ella, porque ella vive en mí.
—No sé qué decirte...
—Ni yo mismo lo sé.

Al anocheser, Mariano preso de la desesperación llamó por teléfono a Rebeca.
—Mariano, ¿porqué me llamas? —farfulló.
—Solo escucha, sé que no quieres volverme a ver jamás. Pero quiero verte una última vez, después me iré y jamás volverás a saber de mí. Solo cinco minutos, probablemente menos... ¿puedes?
—¿Dónde estás?
—En el patio trasero de tu casa.
—Ven a la puerta, mis padres no están, llegan mañana.
Mariano caminó hasta la puerta donde estaba Rebeca esperandolo.
—Pasa.
Mariano entró y luego ambos se sentaron en el sofá, donde había una taza de té y un libro abierto.
—¿Interrumpí tu lectura?
—Solo dime a qué veniste.
—Rebeca sé que te herí...
Rebeca asintió con frialdad.
—Y te amo y quizás también te sigo hiriendo...
—Yo también te amo —interrumpió—. pero me amo más a mí. Y no estoy dispuesta a odiarme por amar a un hombre que decidió rendirse.
—No me rendí, Rebeca —negó con la cabeza—. Desperté del sueño, te estaba robando tu juventud, estaba poniendo en juego tu futuro, la relación con tus padres... fueron tantas cosas —suspiró.
—Lo sé, siempre estuve conciente de todos los riesgos inminentes. Pero por un momento quise ignorarlo todo y simplemente seguir al corazón... —suspiró—. Pero me alegra saber que al menos uno de los dos fue inteligente.
—Aún podríamos...
—No —interrumpió—. Mariano, te amo —le tomó la mano y entrelazó sus dedos con los de él—. Pero eres un hombre prohibido para mí... y yo también seré prohibida para ti.
—En el fondo lo sé... es solo que cuando te tengo cerca siento que mi corazón se me saldrá del pecho. Y ésto ocurrio desde la primera vez que te vi parada en el umbral del salón de la iglesia —llevó la mano de Rebeca a sus labios—. Desde ese momento te amé.
Rebeca se acurrucó en su pecho y cerró los ojos. Disfrutó escuchar el latir de su corazón y el resollar de su respiración, se dejó envolver por su aroma y por sus manos acariciando sus brazos.
Rebeca alzó la cara y fue directo a sus labios. Mariano correspondió el enternecedor beso; un beso apasionado pero sin malicia, intenso pero con tacto, lento y metódico.
Rebeca se separó lentamente, juntaron sus frentes y ella le acarició la mejilla.
—No te detengas. —llevó su mano a su cintura.
—No lo hagas, Rebeca, no podré detenerme, lo que siento me está consumiendo.
Rebeca entró en razón y se separó un poco más de él.
—Cierto, creo que debes irte.
Mariano se levantó de el sofá y fue hacia la puerta. Rebeca también se levantó.
—Espera...
Mariano se giró hacia ella.
—No te vayas.
—Pero...
—Quedate —interrumpió—. Solo duerme conmigo, me refiero a solo dormir. Después de eso te puedes marchar.
Mariano sonrió y asintió. Ambos se acurrucaron en el sillón; Rebeca recostó su cabeza en su pecho y él la abrazó con ternura. Pronto Rebeca se durmió presa de la paz del arrullo de la respiración de Mariano. Él pasó toda la noche acariciando el cabello de Rebeca, sintiendose hechizado en la belleza natural de su rostro, pero más en su belleza interna. No paró un solo segundo de acariciar su cabeza, sus mejillas sus brazos y en momentos le daba besos suaves en la frente. Para ambos fue un regalo poder estár juntos toda la noche, sin malas intenciones, ni prejuicios de la sociedad. Por primera vez pudieron sentirse libres en la plenitud de un acto tan pulcro como el amor.
Al alumbrar los primeros rayos del sol, Rebeca despertó.
—¿Qué hora es? —preguntó a Mariano.
—Las siete de la mañana.
Mariano le alzó con su mano la barbilla y le plantó un beso.
—Debo irme...
—Así es.
Ambos se levantaron del sofá.
—Te amo, recuerdalo por favor. —exclamó Mariano.
—También recuerda que te amo, y que ésto es por el bien de ambos.
Ambos se acercaron sin dejar de mirarse a los ojos y Mariano presionó sus labios con los de ella. Ella soltó una lágrima de conmoción.
—No llores —limpió su lágrima con su pulgar—. Me destrozas. Hazle un favor al mundo y sonríe
Rebeca sonrió sin dejar de sollozar.
—Ahora recuerda —dijo tomando entre sus dedos la gargantilla con la R que Rebeca llevaba puesta—. Éste será nuestro pacto. Éste collar será nuestro eterno secreto, aquí se inmortaliza nuestro amor.
Rebeca asentía.
—Así será, lo prometo.
Mariano le plantó un beso.
—Prometeme algo más, hagamos una promesa.
—Te escucho.
—Te prometo que te amaré hasta que los cielos dejen de llover.
—Y yo te prometo que te amaré hasta que las estrellas caigan del cielo.
—Adiós. —dijo Mariano separándose de ella y caminando hacia la puerta.
—Adiós. —dijo Rebeca.
Mariano abrió la puerta y se marchó.
Rebeca fue hacía la puerta, se recargó de espaldas en ella y se deslizó rota en llanto hasta quedar en el suelo. Mariano hizo lo mismo por fuera. Y ahí estaban ambos en el suelo llorando sin consolación, pero a la vez satisfechos por tanto amor.

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