Expediente 1. La joven del metro.

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1.

Lorenzo Martín, inspector de policía de la sección de homicidios llegó al lugar de los hechos cerca de las tres de la madrugada. Se trataba de la estación de metro de Goya, en Madrid y a esas horas de la noche permanecía cerrada al público.
Un vigilante de seguridad, ataviado con un vistoso chaleco de un naranja fosforescente sobre su uniforme azul marino, le llevó hasta el lugar donde habían hallado el cadáver.
El andén del metro estaba totalmente iluminado y un numeroso grupo de personas rodeaban uno de los bancos de metal donde había aparecido la víctima. Se trataba de una joven, de entre veinte y veinticinco años que aún permanecía sentada en el frío asiento metálico, como si esperase para tomar el último tren que nunca habría de llegar para ella.
—¿Qué tenemos? —Preguntó a su compañero que había llegado con antelación.
—Se llamaba Alicia Cano—dijo el subinspector Carlos Lozano —, veinticuatro años. Trabajaba de secretaria en una empresa de seguros muy cerca de aquí, en la calle de Alcalá. La encontró uno de los vigilantes del metro cuando hacía su ronda comprobando que no hubiera nadie en los andenes tras el cierre de la estación. A veces las personas sin hogar deciden pasar la noche aquí. Afuera hace un frío de mil demonios.
Martín observó atentamente el cadáver de la joven, frunciendo el ceño, un gesto muy usual en él cuando encontraba algo que no encajaba.
—¿Cuál es la causa de la muerte?
—El forense ha dictaminado que cree que murió de un ataque de pánico, pero que tras la autopsia podrá saberlo con precisión. Dijo también que debió de morir entre las doce y la una de la madrugada, cuando el metro aún funcionaba.
—¿Cómo...?
—Lo que oye, jefe. No hay heridas de ningún tipo, ni señales de lucha. No ha sido víctima de un robo, el bolso aparece intacto e incluso lleva aún su teléfono móvil, uno muy caro. Tampoco hay señales de una agresión, por lo menos a simple vista, aunque no podemos descartar nada y luego está el rictus de su rostro. ¿Se ha fijado?
—Nunca había visto una expresión de horror así en toda mi vida.
—Sí, es espeluznante.
Martín se fijó en las manos de la joven, entrelazadas en torno a su teléfono móvil que sujetaba con fuerza.
—Parece que estuviera hablando con alguien en el momento de su muerte. ¿Habéis comprobado el teléfono?
—No, aún no, estaba esperando a que los chicos de la científica terminarán de fotografiarlo todo.
El inspector sacó unos guantes de látex de uno de los bolsillos de su abrigo y se los colocó, luego arrancó el teléfono móvil de aquellas manos que parecían garras. La pantalla del móvil cobró vida en ese momento mostrando una borrosa imagen que no supo reconocer.
—Tenía activada la cámara del móvil —dijo Martín —. Como si hubiera querido hacer una fotografía a su presunto asesino.
—¿Cree usted que fue asesinada?... Así, a simple vista parece más bien otra cosa.
—¿Como qué?
—No sé ... —titubeó Lozano —. Quizás un infarto o puede que otra cosa, ¿no le parece?
—La autopsia nos dirá si había consumido algún tipo de drogas o alcohol, pero tampoco podemos descartar que se trate de un asesinato.
—No lo entiendo, jefe, ¿qué le hace pensar que haya sido asesinada?
—La experiencia, Lozano. Muchas veces tras una muerte natural se esconde la huella de un meticuloso asesino que ha logrado disfrazar el crimen haciéndolo pasar por lo que no es. No sería el primer caso en que me enfrento a algo así.
—Pero no hay pruebas de que, en este caso, se trate de un crimen...
—Por eso mismo. Es algo que no sé explicar. Llámelo instinto o llámelo como quiera, pero no suelo equivocarme.
Martín miró de nuevo la borrosa fotografía del celular. Podría tratarse de una pista, quizás incluso del misterioso asesino, pero no conseguía discernir lo que veía. Un borrón. Eso era todo cuanto lograba adivinar.
—Es extraño —dijo en voz baja, casi para sí mismo. Volvió a mirar el rostro de la joven muerta y siguió la dirección de su mirada, esta se perdía en la oscura penumbra del túnel. Martín se encaminó hacia el final del andén, justo donde terminaba la estación y se acercó al borde. La oscuridad solo le permitió ver unos escasos metros antes de que todo se desvaneciera en un mundo de sombras. Sin pensárselo, el inspector bajó a las vías ayudándose de una escalera de metal dispuesta para tal efecto y se acercó hasta donde la estación se convertía en túnel. Lozano, previsor llegó hasta donde se encontraba su superior y le entregó una pequeña linterna. Martín asintió con la cabeza hacia su compañero y encendió la linterna ahuyentando las sombras más próximas.
—¿Cree que pueda haber alguien ahí? —Preguntó Lozano, algo intimidado.
Martín no contestó. Comenzó a andar en dirección a la oscuridad como si algo que hubiera allí le atrajese sin que pudiera hacer nada para evitarlo. El haz de luz iluminó las viejas paredes del túnel y los gruesos cables eléctricos adosados a ellas
—Jefe... No creo que sea una buena idea...
—Quédese ahí —Le dijo.
Lozano tragó saliva, pero no dijo nada más. Sentía una extraña aprehensión hacia aquella oscuridad, como si algo o alguien estuviese observándolos y se dispusiera a saltar sobre ellos. Un terror atávico se apoderó de él, haciéndole ver imágenes en la oscuridad que sabía con certeza que sólo existían en su mente. Figuras y sombras desfilaron frente a sus ojos y formas grotescas se disolvían en la persistente negrura.
Un extraño ruido, parecido a un jadeo obligó al inspector Martín a detenerse. Luego negó con la cabeza y dio media vuelta, volviendo junto a su compañero que suspiró aliviado.
—No ha encontrado nada, ¿verdad?
—He visto lo que tenía que ver —contestó el inspector de modo críptico —. Ahora volvamos.
Un momento más tarde la joven era trasladada al hospital anatómico forense donde se le realizaría la autopsia que desvelaría el motivo de su muerte.
Martín decidió que su ayudante asistiese a la autopsia de la joven, mientras él, convencido de la certeza de sus conjeturas decidió ir a ver las grabaciones de las cámaras de vigilancia. Acudió a las oficinas de seguridad del metro de Madrid, donde podría ver las imágenes grabadas por las cámaras del andén.
Un joven le atendió educadamente, presentándose como Julián Martínez y Martín le estrechó la mano. En cuestión de diez minutos disponía de las imágenes grabadas la noche del presunto asesinato.
—¿Quiere que le deje a solas? —Preguntó el joven.
—No, quédese, necesitaré su ayuda con el vídeo.
En el monitor las imágenes pasaban veloces, luego con mano experta el joven las detuvo justo a la hora indicada, las doce de la noche. En la pantalla podía verse a la joven, sentada en el banco en el que había aparecido muerta. El andén por lo demás estaba vacío. Martín se fijó en la joven, cuyo comportamiento era normal. Tenía el móvil en sus manos y debía de estar tecleando algún mensaje, absorta en lo que hacía. Nadie se acercó a ella durante un largo periodo de tiempo, pero de repente la joven dejó de usar su teléfono y miró hacia el extremo del andén, justo donde se hallaba colocada la cámara de vigilancia. Durante unos segundos no apartó la vista de ese punto hasta que por fin volvió a interesarse por su teléfono.
—Parece que hubiese escuchado algo —dijo Martínez.
—Sí, eso parece.
Continuaron viendo la grabación y lo que sucedió después, nadie podría haberlo previsto. La joven, quizás algo preocupada por lo que acababa de escuchar o por lo que aún seguía oyendo, lanzaba esporádicas miradas hacia la zona que la cámara no captaba. Su preocupación se hizo patente cuando un momento después decidió levantarse del asiento y acercarse hasta la cámara. Martín pudo ver sus rasgos con definición. Su respiración estaba alterada y sus movimientos eran de por sí bastante nerviosos.
—¿Qué narices está pasando? —Preguntó Martínez, al ver las imágenes.
—¿No disponemos de ninguna otra cámara? —Preguntó a su vez Martín.
—No, solo hay cámaras en los extremos de la estación. La otra está demasiado alejada para que pueda verse nada.
Martín siguió observando la escena que ya parecía preocupante. La joven había retrocedido de nuevo hasta el banco y en su rostro se reflejaba el temor que sentía.
—¿Por qué demonios no salió huyendo? —Preguntó Martín, más para sí mismo que para los demás.
—No lo sé —contestó el joven —. Si hubiera alguien allí, junto a ella, debería haber avisado por el interfono para comunicarse con el personal de la estación. Hay varios en cada andén.
—Parece confusa —aclaró el inspector, que no apartaba los ojos de la pantalla. La joven, con un movimiento brusco había caído de rodillas al suelo y parecía, por los gestos que hacía, parecer implorar por su vida, pero su agresor no aparecía en las imágenes.
—Está viendo a alguien que nosotros no vemos. Alguien que sabe donde se encuentra la cámara de vigilancia y evita salir en ella —Martín apretaba los puños con impotencia, aunque sabía que nada podría hacer ya por aquella joven, salvo atrapar a su asesino.
Lo que sucedió a continuación iba a perseguirles en sus pesadillas durante muchísimo tiempo.
Una sombra, porque no se conseguía ver mucho más y tan alta como dos personas, oscureció la pantalla durante un segundo. La joven miraba aterrada a aquella oscura silueta, tan asustada que le hubiese sido imposible huir o tan solo gritar de pánico, pero tuvo el valor suficiente para alzar su teléfono y tomar una fotografía de aquello que la acechaba. Después se quedó totalmente inmóvil.
—¿Qué ha sucedido? —Preguntó Martínez, sin salir de su asombro.
—Ha muerto —contestó el inspector —. Ha muerto de miedo...

2.

—¡Por Dios, jefe! —Exclamó el subinspector Lozano de vuelta en comisaría después de haber asistido a la autopsia de la joven—. No creo que pueda volver a probar bocado en mucho tiempo.
—Explícame lo que dijo el forense —le preguntó Martín.
—Confirmó lo que ya sospechaba, la joven murió de miedo. Un terror tan profundo que le paró el corazón.
—¿Alguna enfermedad congénita? ¿Drogas? ¿Alcohol?
—Limpia, inspector. Era una joven sana y sus hábitos eran de lo más normales. Ni excesos, ni nada que le hubiera podido producir un fallo cardíaco... ¿Encontró algo en las grabaciones de las cámaras de seguridad?
—Vi algo, sí. Pero no estoy seguro de saber que fue lo que vi. Murió sola, Lozano. Sola y aterrada.
Martín introdujo en el video reproductor un pendrive con la copia de la grabación de la cámara de vigilancia y pulso play. Al llegar a la escena en la que la sombra aparecía, el subinspector se levantó de su asiento como movido por un resorte.
—¡Pero que mierda era eso! —Exclamó sin poder contenerse —. Lo siento, inspector, pero eso no parecía un ser humano.
—Lo sé. A mí tampoco me lo pareció.
—¿Y entonces, qué es?
—Eso es lo que vamos a averiguar está noche.
—¿Vamos a volver allí? —Lozano creía no haber escuchado bien.
—¿Acaso le tiene miedo a la oscuridad?

3.

El andén estaba sumido en un silencio muy desagradable. Eran las doce en punto de la noche y aún faltaba una hora para el cierre de la estación, pero apenas había viajeros a esas horas.
Martín y su compañero, el subinspector Lozano, se habían sentado en el mismo banco donde la noche anterior había muerto aquella joven, Alicia, recordó que se llamaba.
Tuvieron que dejar pasar varios trenes que cada vez se espaciaban más en el tiempo, el próximo aún tardaría doce minutos en llegar, pero el inspector Martín esperaba que algo ocurriese antes de eso.
Lozano miraba fijamente la oscuridad del túnel que como un mal presagio, le atraía sin poder evitarlo.
Martín, a su vez, miraba la fotografía que la joven había tomado la noche anterior. La fotografía de su asesino, fuera lo que fuese.
—Tengo un mal presentimiento, inspector. Deberíamos haber traído más personal —dijo Lozano, visiblemente nervioso.
—Lo que sea que tenga que ocurrir, solo sucederá si estamos solos. No creo que a nuestro asesino le apetezca darse a conocer delante de toda una concurrencia.
—Pero... Pero si esa cosa no es un ser humano, ¿como vamos a detenerlo?
—No le imaginaba a usted creyendo en fantasmas y aparecidos —dijo Martín.
—Y no creía. Hasta hace un tiempo era la persona más incrédula que pueda llegar a imaginar...
—¿Qué sucedió para hacerle cambiar de opinión?
—Fue durante un servicio, hace cinco años, cuando aún no era subinspector. Mi compañero y yo acudimos a un domicilio a investigar lo que creímos que podría tratarse de un caso de malos tratos. Nos habían avisado de ruidos muy fuertes que parecían provenir de esa vivienda. Lo normal, gritos, ruido de cristales rotos; puede hacerse una idea.
Martín asintió. Él también había tenido que pasar por eso cuando ingreso en el cuerpo.
—Nada más llegar nos dimos cuenta de que algo extraño ocurría. La familia que nos abrió la puerta estaba tan asustada que parecía al borde de la histeria. Eran cuatro. El padre, la madre y dos niños pequeños. Un chico y una chica. Nos invitaron a entrar y pude ver en sus miradas una expresión de alivio al vernos. Habíamos llegado allí con la idea de encontrarnos a una pareja discutiendo y lo que vimos nos dejó, asombrados.
» La familia había formado una piña en torno a nosotros y créame si me digo que empecé a sentirme algo agobiado. Les pregunté que sucedía y todos señalaron en dirección al pasillo de la casa, el que comunicaba con los dormitorios. Un pasillo un tanto oscuro, pero un simple pasillo al fin y al cabo, o eso creímos nosotros.
» Fue mi compañero el primero en entrar en aquel pasillo. Yo mientras tanto no le perdía de vista y recuerdo que llegué a tantear mi arma, tal era la extraña sensación que sentía.
» Cuando mi compañero gritó, pensé en mil cosas... Pero ninguna de ellas se asemejaría nunca a lo que ocurrió de verdad. Algo, y digo algo y no alguien, algo le había mordido en el cuello.
» Allí, en aquella casa no había nadie más que nosotros dos y la atemorizada familia, pero aquello había mordido a mi compañero y la marca de unos dientes muy afilados en su cuello era algo que nadie podía negar...
—¿Qué hicieron después?
—¿Qué íbamos a hacer? Con el pretexto de llevar a mi compañero a un hospital para que atendieran sus heridas, salimos de allí a escape y nunca más regresamos. El en informe relaté todo tal y como había sucedido. Nuestro jefe, el comisario Salcedo, un buen tipo, nos preguntó si queríamos retractarnos de algo de lo que habíamos escrito. Por nuestro propio bien, dijo. Le entendí perfectamente. Nuestras carreras se hubieran ido al garete si contábamos que un fantasma nos había agredido. Nos hubieran suspendido y quien sabe, podrían habernos acusado de haber ingerido algún tipo de drogas alucinógenas o algo por el estilo. Así que terminé redactando un nuevo informe en el que explicaba qué mi compañero había tenido un accidente al tropezar con un mueble en aquel oscuro pasillo. Nunca supe lo que le sucedió a aquella familia, ni si seguirán viviendo en aquella casa del barrio de Carabanchel. Pero yo sí sé lo que sucedió, inspector, y ahora mismo estoy tan acojonado como en aquella ocasión.
—Una historia difícil de creer —dijo Martín.
—Lo sé, pero le he contado la verdad.
—Y yo le creo, Lozano. No es usted el único policía al que le han sucedido ese tipo de fenómenos. Pero no se suele hablar de ello. Se supone que nosotros tenemos la obligación de proteger a los ciudadanos y dar una imagen de control y serenidad, pero ante esos sucesos qué podemos hacer...
Un ruido les sobresalto. El sonido, parecido a un lastimero lamento les hizo mirar hacia la boca del túnel.
Martín desenfundó su arma y Lozano hizo lo mismo.
—¿Qué va a hacer? —Preguntó Lozano, al ver cómo su superior se acercaba hasta el final del andén y se disponía a bajar a las vías.
—Voy a bajar, por supuesto.
—Pero los trenes aún circulan, es muy peligroso.
—Quedan cinco minutos para que llegue el próximo tren. Estaré con usted antes de que pase ese tiempo.
Nada pudo impedir que el inspector Martín bajase a las vías. Lozano miraba impotente como su jefe se alejaba en dirección al túnel y se desvanecía en las sombras, como tragado por ellas. Sin saber muy bien lo que estaba haciendo, el joven corrió en pos de su superior y se internó en la oscuridad tras él.

4.

Lozano no podía ver nada en aquella penumbra solo rota por el escuálido haz de luz de la linterna que llevaba. No muy lejos podía escuchar la respiración y los pasos de su jefe, pero no lograba alcanzarlo por más que lo intentaba.
—¡Martín! ¿Me oye? —Se atrevió a decir, alzando la voz.
—Estoy aquí —oyó que le susurraban muy cerca de él —. Permanezca en silencio.
Lozano obedeció. Al tratar de penetrar la oscuridad, distinguió una forma a su lado. Era su jefe.
—Creo que está ahí, frente a nosotros —susurró de nuevo la voz.
—Deberíamos pedir refuerzos —contestó el joven tan bajo que apenas si se escuchó hacerlo.
—No hay tiempo. Si huye lo perderemos. Quédese a mi lado.
—Pero... ¿Qué es esa cosa?
—Algo increíble y también maravilloso.
Lozano no compartía la opinión de su jefe. Para él, aquel bulto que apenas podía distinguir y que parecía fundirse con las sombras era todo menos maravilloso. Quizás el calificativo de espeluznante hubiera estado más acertado.
—¿Qué piensa hacer, inspector?
—Cumplir con mi deber —oyó que le contestaba.
Todo sucedió tan rápido que Lozano apenas tuvo tiempo de asimilarlo. Un terrorífico grito desgarró la basta oscuridad de aquel túnel. Un movimiento apenas entrevisto de algo acercándose hacia ellos y luego el sonido, está vez reconocible, de un tren abalanzándose sobre los dos. Destellos de luz y un fuerte dolor en el hombro al sentirse empujado por una fuerza descomunal y luego nada. La oscuridad total se abatió sobre él.

5.

Lozano recuperó el conocimiento en la sala de urgencias de un hospital. No recordaba nada de lo sucedido aparte de pequeños flashes en su memoria. Imágenes caóticas que no llegaba a clarificar. Pero sobre todo, una imagen grabada en su retina que nunca podría olvidar, la de unos ojos ensangrentados en un rostro líbido como la cera. Un rostro de pesadilla.
Notó que no se encontraba solo en aquella habitación y al volver la vista vio la mirada, fija en él, del inspector Lorenzo Martín. Una sonrisa jugueteaba en su rostro.
—¿Se encuentra bien?
—Creo que sí —contestó el joven, mirando su brazo en cabestrillo —. ¿Qué sucedió?
—Le debo una disculpa —dijo el inspector —. Por mi culpa casi tenemos un grave accidente.
—Usted me salvó la vida —dijo Lozano empezando a recordar —. Me empujó, ¿verdad?
—Mucho me temo que no. Me encontraba demasiado apartado de usted para poder ayudarle cuando el tren se nos echó encima...
—Me hubiera arrollado de no ser por ... —Lozano empalideció de repente —. ¿Qué era esa cosa?
—También me temo que nunca llegaremos a saberlo, desapareció y creo que está vez será para siempre. Ya sabe, intuición y todo eso. ¿Pudo llegar a verla en algún momento?
—Solo vi unos ojos y un rostro... ¿Sabe una cosa?
—¿El qué?
—Qué en ningún momento me pareció algo terrorífico, sino triste. Creí sentir su sufrimiento, como un alma en pena.
—Quizás se tratase de eso exactamente. Le salvó la vida, puede que haya obtenido el descanso.
—Sí, creo que sí. Espero que se encuentre en un lugar mejor...  



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Los expedientes secretos. (Terminada)Where stories live. Discover now