Expediente 7. Luces en el monte.

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1.

Lorenzo no podía olvidar la sensación que había sentido frente a su hermano fallecido. Había notado su miedo, su desesperación, su odio y quizás de algún modo había podido sentir su derrota.
—Aún podemos acabar con él —afirmó —. Todavía no ha alcanzado todo su poder. Es vulnerable. He podido sentirlo.
Estaban reunidos en la casa de Jade. Un pequeño apartamento que la joven tenía  alquilado en la Avenida de Oporto, en el barrio de Carabanchel de Madrid. El salón donde estaban reunidos olía a incienso de sándalo y el humo ascendía hasta el techo formando traslúcidos tirabuzones desde varios quemadores repartidos por la habitación. Sobre ellos, un gigantesco atrapasueños se mecía ligeramente con la brisa que entraba por la rendija de una ventana entornada. Hacía un día extrañamente caluroso para estar a finales de noviembre. En las paredes, docenas de estanterías albergaban un sin fin de amuletos, piedras semipreciosas, velas de infinitos colores e imágenes de Budas, dioses del antiguo egipto y efigies de Santos.
Jade se hallaba muy bien protegida, pensó Lorenzo, pero no sabía si todo aquel material serviría para contener la ira de un demonio.
—Nuestro momento aún no ha llegado —dijo el Padre Mauricio —. Lo sabremos cuando llegue.
—¿Y a qué esperamos? —Preguntó Jade —. Si como dice Lorenzo aún está debil, ¿No deberíamos aprovecharlo en nuestro favor?
—¿Débil? —Preguntó el sacerdote —. ¿Acaso no viste su poder? Arrojó a Lorenzo contra esa pared como si se tratase de un muñeco de trapo. Podría matarnos a todos sin que llegase a despeinarse.
—Entonces, ¿qué debemos hacer? —Preguntó Lorenzo.
—Bernadette nos dijo que debíamos seguir con nuestras vidas con normalidad, que sabríamos el momento de actuar. Yo propongo esperar —dijo el sacerdote.
Mat estuvo de acuerdo con él y Carlos tuvo que reconocer que el padre Mauri llevaba razón, aunque estaba deseando terminar con todo aquello. Se sentía indefenso. Jade tenía su brujería para defenderse, el padre Mauri su fe, Lorenzo su creciente poder que era innegable a esas alturas e incluso Mat tenía sus ordenadores y sus cámaras de infrarrojos; pero él qué tenía. Nada. Estaba totalmente indefenso contra aquel tipo de fenómenos. Ni siquiera el arma que llevaba en su cinturón resultaba de ninguna utilidad en esos momentos.
—Lleváis razón —tuvo que admitir Lorenzo, muy a su pesar —. Esperaremos un tiempo. Mientras tanto tenemos una nueva investigación. El comisario Salcedo nos la ha asignado hoy mismo. Hace unos días un hombre dijo ver algo extraño en el monte Abantos, en El Escorial. Algo se cruzó en su camino cuando paseaba, como tiene costumbre de hacer, en plena madrugada. Avisó a la policía pensando que podría tratarse de alguien con las facultades mermadas, debido a su extraño comportamiento. Él hombre dijo que aquella persona, o lo que fuese porque ya no sabe a qué atenerse, se acercó hasta un precipicio, arrojándose después por él. Al día siguiente la policía buscó infructuosamente el cuerpo que sin duda debería hallarse destrozado entre las rocas, sin encontrarlo.
—¿Qué sabemos del testigo? —Preguntó Carlos.
—Se llama Enrique Montemayor, tiene cincuenta y cuatro años y es fotógrafo profesional. Entre sus hobbies se encuentra la fotografía nocturna, la astrofotografía y la ufología. Ha trabajado esporádicamente para la revista Más Allá y ha hecho reportajes fotográficos para el canal de televisión Telemadrid. Es un apasionado de la montaña y en su juventud fue alpinista, trabajando en el rescate de montañeros. No es alguien que se pueda confundir en el monte en plena noche por lo que parece. Más bien es un testigo bastante fiable. Iremos a verle.

2.

Enrique Montemayor vivía en el mismo pueblo de El Escorial, en un ático muy cercano a la estación de ferrocarril. Las vistas desde su terraza eran impresionantes. El monte Abantos se alzaba frente a su casa teñido de rojo por la luz del atardecer.
—Cómo les digo, aquel ser estuvo quieto frente a mí, a unos diez metros de distancia y solo un par de minutos. En todo ese tiempo ni siquiera respiró. No hizo el menor movimiento. Después comenzó a andar hacía el precipicio y sé arrojó por él. La caída es de unos veinte metros. Nadie hubiera sobrevivido.
—Por lo tanto llegó a verlo bien, ¿sabría describirlo? —Preguntó Lorenzo al dueño de la casa.
—Estaba muy oscuro y era una noche sin luna. Yo acostumbro a pasear sin linterna, para que mi vista se acostumbre a la oscuridad y así poder disfrutar de las estrellas. Lo que creo que vi me pareció una persona. Eso sí, una persona muy extraña.
—¿Hizo algo que le diese esa impresión?
—¿Aparte de arrojarse por un barranco? No, no lo sé. Pero juraría a que no era como usted o como yo.
—¿Perdón?
—¿Cree usted en los extraterrestres, inspector?
—Puede llamarme Lorenzo si así lo desea. Respondiendo a su pregunta: Nunca he visto a ninguno de ellos, pero créame, mi nivel de creencias se ha modificado mucho en los últimos meses...
—Yo me he dedicado a la ufología casi toda mi vida, escribí hace años un par de artículos en la revista Año Cero sobre avistamientos ovni en las Islas Canarias, una zona de intensa actividad ufológica. También he colaborado con mis fotografías en la revista Más Allá. Conozco personalmente al profesor Enrique de Vicente y conocí al gran maestro Jiménez del Oso. Sé de lo que hablo cuando digo que podría tratarse de algo no humano.
—Yo no me pierdo Cuarto Milenio —apuntó Jade —, el programa de Iker Jimenez, del que Enrique de Vicente es colaborador. Creo que su honestidad está fuera de toda duda.
—Sí, conozco a Iker y a su mujer Carmen —dijo Enrique Montemayor —. Son de esos investigadores de buena cepa que se involucran hasta el fondo con los casos que investigan. Nada que ver con esos otros investigadores que pululan por ahí, que revisan casos en la comodidad de su salón y en zapatillas de andar por casa y después los suben a YouTube. Un investigador debe ensuciarse de barro, estar en el foco del fenómeno y sufrir en sus carnes las inclemencias del tiempo y el susto de sus descubrimientos. La mayoría de las veces la suerte de un investigador tiene mucho que ver con la cantidad de kilómetros recorridos por su automóvil.
—¿Y usted? ¿Ha podido ver alguna de esas extrañas luminarias que de vez en cuando pasean por nuestros cielos? —Le preguntó Lorenzo.
—He tenido esa suerte. Y además una de ellas fue aquí mismo. En ese monte sagrado que tenemos frente a nosotros. El monte Abantos. Fue en mil novecientos ochenta y cinco, cuando todavía trabajaba con la Guardia Civil en el rescate de montaña y fue algo que me marcó para el resto de mis días.
—Cuéntenoslo —pidió Jade.
Enrique Montemayor asintió encantado. 

—Recuerdo que era a mediados del mes de septiembre. Buen clima, cielos despejados, una noche tranquila, hasta que sonó el teléfono. Nos avisaban que unos montañeros tenían problemas en la Pedriza, ¿la conocen? Es una zona maravillosa para practicar el alpinismo. Parecía que uno de esos montañeros había tenido un accidente. Rápidamente el helicóptero que usabamos para estos casos despegó desde aquí, en El Escorial. Me acuerdo perfectamente de que era una preciosa noche de verano. El cielo despejado y un millón de estrellas sobre nuestras cabezas. Fue entonces, sobrevolando el monte Abantos, cuando Mariano, el piloto del helicóptero, nos señaló una estrella que se desplazaba de este a oeste a nuestra misma altura. Era una luz amarillenta y no, no se trataba de ninguna aeronave, ni avión, ni otro helicóptero, ni nada por el estilo. Quien ha volado tantas veces como yo sabe reconocerlos de inmediato. Llevaba una única luz que variaba del amarillo a un rojo intenso, nada de luces señalización parpadeantes. Estaba como a unas diez millas de nosotros y debía volar a unos tres mil quinientos pies de altura, como a mil metros aproximadamente. Su velocidad era similar a la nuestra.

 »Mariano, el piloto, me hizo un guiño señalando hacía la luz que parecía llevar rumbo de colisión con nosotros. "Ahí tienes a tus amigos", me dijo. Todos en la base sabían de mi afición por los ovnis y a veces se burlaban a costa mía. Yo no dije ni "mu". Tan solo observaba esa luz que crecía a cada momento. Cada vez más cerca.
»—¡Oye, que se nos echa encima! —dijo Mariano, cada vez más mosqueado con esa extraña luz. Llegó a crecer tanto que tenía el tamaño de la luna llena, pero ahora de un intenso color rojo-anaranjado.
»Le escuché hablar con la base de Torrejón de Ardoz, preguntándoles si tenían algún aparato en el aire. Pero ellos lo negaron categóricamente. El radar no detectaba ninguna señal cerca de las coordenadas donde nosotros nos encontrábamos. 

»La velocidad de ese aparato, fuera lo que fuese, había aumentado al doble que la nuestra. Se nos echaba encima y por más que tratábamos de impedirlo, no podíamos hacer nada. Si ascendiamos, aquella luz ascendía con nosotros, si virabamos a derecha o izquierda, nos imitaba. Parecía querer impactar contra nosotros y cada vez estaba más cerca.
»Cuando tanto Mariano, como Suárez y Clavijo, mis dos compañeros y yo mismo creíamos que no lograríamos evitar la colisión, aquel objeto frenó de repente colocándose a nuestra derecha a unos veinte metros de nosotros.
»Se trataba de una esfera inmensa de luz tan potente que no podíamos ver nada de su interior, si es que había algo en su interior y no estaba formada tan solo de luz. Su diámetro era de unos diez metros aproximadamente y no emitía sonido alguno.
»—¿Qué coño es eso? —gritó Mariano, más alterado que nunca en su vida.
»Yo, pueden creerme, me hacía la misma pregunta, a pesar de haber leído todos los libros que habían caído en mis manos de Antonio Ribera o Juan José Benítez. Pero no es lo mismo leerlo que vivirlo en primera persona. Fue, lo más alucinante que me ha pasado nunca.
—¿Qué cree que podía ser? —Le preguntó Lorenzo.
—No era nada creado por el hombre, de eso estoy seguro; pero tampoco se trataba de un fenómeno atmosférico como trataron de hacernos creer después. Un rayo en bola, la refracción de la luz de un automóvil en las capas altas de la atmósfera o una alucinación en grupo nos llegaron a decir. Incluso una de aquellas lumbreras que nos estuvieron interrogando cuando volvimos a la base de El Escorial, llegó a decir que podía tratarse del planeta Venus o de una extraña conjunción planetaria. Gilipolleces, ellos no lo vieron y nosotros sí. Aquello estaba dotado de inteligencia, subía y bajaba y viraba con nosotros, por lo tanto era manejado por alguien y si no se trataba de ningún juguetito de los militares, entonces de qué otra cosa podía tratarse más que de una nave extraterrestre.
—¿Qué sucedió con aquella esfera?
—Nos acompañó buena parte del camino. Cuando ya avistamos las luces del pueblo de Manzanares el Real, aquella cosa ascendió a una velocidad vertiginosa y se perdió entre las estrellas.
—Dijo hace un momento que esa fue una de las veces que pudo ver esas luces —dijo Jade —. ¿Ha podido verlas en otras ocasiones?
—He visto luces extrañas en tres ocasiones más, pero ninguna fue como la primera. Luces en el horizonte las llamo yo. Luces que en un momento dado parecen atraer tu vista. No sé si me explico. Es como si te llamasen. Vas pensando en tus cosas y de repente te encuentras mirando el cielo y allí están.
—¿Se considera un contactado? —Le preguntó Lorenzo.
—No, que va. Lo que creo es que he tenido mucha suerte de haber visto lo que he visto.

Los expedientes secretos. (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora