Expediente 2. Sombras del pasado (2)

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Lorenzo Martín estaba sentado en un cómodo sillón en el despacho de don Sebastián Laredo. Un rincón de la casa que, como su dueño, parecía fuera de lugar. Como si el tiempo se hubiese detenido en algún momento del pasado.
El escritor miraba a los policías, aguardando a que sus palabras hiciesen el efecto que él buscaba.
—¿Dice usted que un fantasma quiere asesinarlo? —Preguntó Lozano al tiempo que tomaba notas en una pequeña libreta.
—Dicho así podría parecer algo frívolo. Lo que trato de explicarles es que en esta casa hay algún tipo de fenómeno con muy mala leche.
—¿Cómo empezó? —Indagó Martín.
—Empezó, como suele suceder con estos fenómenos, de una forma muy sutil. Pequeños golpes, ruidos de pasos por la noche. Luego fue volviéndose gradualmente más amenazante y ahora es casi imposible soportarlo. Estoy pensando en mudarme.
—¿Qué fue lo último que sucedió?
—Fue hace dos noches. Algo me despertó. Miré el reloj y vi que eran cerca a de las tres de la madrugada. Todo estaba en calma, pero era ese tipo de calma que precede a la tempestad. Terminé por levantarme de la cama viendo que me sería imposible volver a dormirme y vine aquí, a mi despacho, decidido a trabajar un poco en la última novela que estoy escribiendo. Fue en el pasillo donde lo vi...
—¿Qué fue lo que vio? —Preguntó Lozano, intrigado.
—Vi la figura de un hombre o eso me pareció en ese momento.
—¿Llegó a reconocerlo?
—No. Esa cosa o lo que fuese, permanecía oculta en las sombras. Tan solo atiné a ver su silueta en contraste con la escasa luz que entraba por las ventanas. No tenía rasgos. Era una mancha oscura en la propia oscuridad.
—¿No pensó que podía tratarse de un ladrón o de un intruso?
—No. Solo pensé que aquello no era normal, pero sí muy real. La figura se desmaterializó unos segundos después y fue entonces cuando escuché aquel sonido. Era como un murmullo, muy molesto y, créanme, bastante fantasmagórico. Después de eso llegó la agresión.
—¿Qué le sucedió? —Preguntó esta vez Martín.
—Escuché un ruido de cristales que parecía provenir de la cocina y me acerqué hasta allí. Cuando llegué y encendí la luz, vi que todo estaba en orden. No había cristales por ninguna parte ni nada extraño. Fue en ese momento cuando algo me empujó por la espalda... Todavía tengo la herida que me produje cuando me golpee con el borde de la mesa.
Don Sebastián nos mostró la herida de su cabeza, muy cerca de su sien y que llevaba cubierta con un trozo pequeño de esparadrapo.
—¿Cree usted que fue esa aparición la que le agredió?
—¿Si no qué podría ser? Le aseguro que algo me empujó con todas sus fuerzas... Desde entonces tengo miedo. Sé que esa cosa no descansará hasta verme muerto.
Martín miró a su compañero y este asintió con la cabeza, comprendiendo lo que le iba a proponer.
—Esta noche haremos guardia aquí—dijo.
—Se lo agradezco mucho. Así podrán comprobar lo que les estoy diciendo y no pensarán que estoy loco.

2.

Eran cerca de las doce de la noche cuando el inspector Lorenzo Martín se acomodó en un sillón del despacho y se propuso esperar por si sucedía algo. Carlos Lozano por su parte, deambulaba por las distintas habitaciones de la casa a oscuras y con la única luz de una pequeña linterna de bolsillo. El dueño de la vivienda había decidido acostarse y sus ligeros ronquidos despertaban ecos en la quietud de la noche.
Martín tomó uno de los libros que reposaba sobre el escritorio del despacho y lo ojeó sin curiosidad, pero aquel galimatias de símbolos y ecuaciones matemáticas le obligó a dejarlo en su sitio. Nunca hubiera imaginado que fabricar un talismán fuese tan complejo, sin embargo parecía que había muchas cosas que él ni siquiera llegaba a sospechar. Un mundo de realidades a las que nunca había prestado atención y que siempre había considerado como improbables, hasta que, durante su último caso tuvo que enfrentarse a una de ellas. Y aquello le había dejado una profunda huella.
Afuera, en la tranquilidad de la noche, un reloj dio una sola campanada. La una de la madrugada y aún sin novedad. Martín no creía que fuese a suceder nada. Cuando hay muchos ojos observando el fenómeno este suele mostrarse esquivo y eso era lo que iba a suceder. La noche transcurriría sin novedad y todos pensarían que aquel anciano escritor tenía mermadas sus facultades, incluido él mismo.
Carlos Lozano entró en una a de las habitaciones más alejadas de la casa y algo le hizo detenerse. En el ambiente flotaba un olor que no consiguió reconocer. Aquel olor le traía lejanos recuerdos de su infancia. Un olor dulce y tal vez un poco empalagoso, como el de una colonia para bebés, pero mezclado con otro olor que no reconocía.
La habitación en la que había entrado llevaba mucho tiempo cerrada, pues el polvo se acumulaba en muebles y estantes y sobre una increíble colección de muñecas que le miraban con sus ojos sin vida y que parecían seguir todos sus movimientos.
Sobre una mesa, rodeada por flores y cirios ya consumidos se encontraba una fotografía enmarcada, el retrato de una mujer y una niña de corta edad, casi un bebé, que sonreían a la cámara con su expresión congelada a través del tiempo y que sin duda ocupaban un lugar de honor en aquella habitación.
Un escalofrío recorrió la espalda del joven policía. Algo en aquella habitación no encajaba. Las flores, las velas, la fotografía y aquel olor. No, algo muy turbio se ocultaba allí. Algo que el dueño de la casa no deseaba recordar.
Iba a salir de la habitación cuando se fijó en algo que no había llegado a ver al entrar. En el suelo, junto a las huellas que sus zapatos habían dejado en el polvo se hallaba una palabra escrita: «Asesino». Una palabra que momentos antes no estaba.

3.

—¿Qué sabemos de Sebastián Laredo? —Preguntó Carlos a su compañero.
—Aparte de que es escritor y un buen amigo del comisario, nada más, ¿por qué?
—¿Qué sabemos de su familia?
Martín le miró con extrañeza. La verdad era que no sabían apenas nada de su vida y que tampoco se habían interesado en informarse.
—Alguien ha escrito en el suelo de una de las habitaciones la palabra «Asesino» —Explicó Lozano —. Esa habitación parecía la de una niña, a juzgar por los muebles y las muñecas que allí había y también he visto la fotografía de una mujer con una niña en brazos... ¿Qué le ocurrió a la familia de Laredo?
Martín sacó su smartphone del bolsillo de su abrigo y tecleó en él. Unos segundos después tenía la respuesta a las preguntas de su compañero.
—La mujer y la hija de Sebastián Laredo murieron en un accidente de tráfico en mil novecientos ochenta y ocho, hace treinta años... Por lo visto él conducía el automóvil y según el informe de la policía debió de quedarse dormido al volante. También murió un joven que viajaba solo en otro coche y que recibió un fuerte impacto al chocar ambos automóviles. No hubo responsabilidades y todo quedó en un lamentable accidente. ¿Qué es lo que piensas, Carlos?
—Pienso que nuestro anfitrión nos debe algunas explicaciones.
—Se las puedo dar ahora mismo —dijo el anciano que les observaba desde la puerta.
Sebastián Laredo se dejó caer en uno de los sillones de su despacho completamente abatido. Como si el cansancio de mucho tiempo hubiera caído sobre él de repente.
—¿Qué es lo que quieren saber? —Les preguntó.
—Pues para empezar, nos gustaría saber la verdad —dijo Lozano.
—La verdad. Esa palabra desnuda el alma de quien la pronuncia y mi alma es muy oscura, caballeros... Soy lo que ustedes llaman un vulgar asesino y esa carga he tenido que soportarla durante mucho tiempo. Creo que ha llegado el momento de confesar mi crimen. Las cosas no sucedieron tal y como contaron los periodistas. Esa fue la explicación que un buen amigo mío me ayudó a urdir. La realidad era que aquella noche yo había bebido más de la cuenta. Volvíamos de una a fiesta en mi honor y acabábamos de recoger a nuestra hijita de casa de mi suegra donde la dejábamos cuando teníamos que asistir a ese tipo de eventos. Yo me empeñé en conducir aún cuando sabía que no debía hacerlo, pero era un trayecto corto y pensé que no sucedería nada. Casi no recuerdo lo que sucedió, fue todo tan rápido. En un momento dado, me vi obligado a dar un volantazo porque, sin saber cómo había invadido el carril contrario. Pero ya era demasiado tarde. Las luces de un vehículo se acercaban a gran velocidad y no pude impedir que colisionáramos. Lo siguiente que recuerdo fue que estaba en una ambulancia y que no podía moverme. Sé que preguntaba a gritos por mi mujer y mi hija y que nadie me contestaba. Me enteré dos días después de que habían fallecido en el accidente. Yo me había salvado y había perdido lo que más quería en el mundo.
—Murió alguien más en el accidente, ¿verdad?
—Sí. Un joven de diecinueve años que se llamaba Jaime Urrutia. Murió en el acto. Él conducía el automóvil contra el que impacté. Venía de Bilbao a Madrid para entrar a estudiar en la universidad al día siguiente. Quería ser periodista. Yo acabé con su vida al igual que con la de mi mujer y mi hija.
—Y usted cree que es el fantasma de ese joven el que pide venganza, ¿no es así? —Preguntó Martín.
—Exactamente, inspector. Estoy convencido de ello.
Martín salió de la habitación e indicó a su compañero que le siguiera.
—Creo que ya tenemos la respuesta a ese presunto fantasma y que no es otra que la culpa. Laredo está obsesionado con aquel accidente y él mismo se autocastiga por ello. Creo que ese fantasma tan solo está en su mente.
—Es una explicación muy razonable, salvo por un pequeño detalle —dijo Lozano —. Esa palabra que encontré en aquella habitación no estaba cuando entré allí.
—Quizás no llegaste a verla. Estaba muy oscuro y solo llevabas una pequeña linterna.
—No, estoy seguro de que la hubiera visto al entrar...
—En todo caso, nosotros no podemos hacer nada más aquí. Esperaremos a qué se haga de día y le entregaremos nuestro informe al comisario.
Cuando ambos policías volvieron junto al dueño de la casa, este les observaba con una expresión de profundo terror en su rostro.
Afuera, en la noche el reloj marcó las tres de la madrugada.
—¿Qué le sucede? —Preguntó Martín viendo como el anciano empalidecía por momentos. Sebastián Laredo no podía pronunciar palabra, tan solo señalaba hacia un rincón de su despacho.

4.

Más tarde, cuando Lorenzo Martín tuvo que explicarse a sí mismo qué era lo que había visto, no supo hacerlo. Su mente se negaba a procesar aquel desatino y trataba por todos los medios de buscar una explicación lógica sin lograrlo. La imagen grabada en su mente y que le era imposible borrar llegó a obsesionarle de tal forma que creyó volverse loco y no era para menos. Allí, en aquel rincón del despacho y como si se tratase de una sombra más, le aguardaba lo inexplicable. La figura que se agazapaba entre libros y muebles parecía un hombre, pero Martín sabía que no lo era. Su aspecto era lo que más le atemorizó porque habría esperado encontrarse con algo completamente distinto, quizás más parecido a un cadáver, tal y como el cine mostraba siempre, pero no aquello. Aquel ser era tan humano, sin llegar a serlo y su mirada tan triste que le sobrecogió hasta lo indecible.
En un segundo, aquella cosa, aquel ser se abalanzó sobre el anciano escritor y juntos rodaron por el suelo.
Carlos, rápido de reflejos, había sacado su arma y trataba de apuntar con ella a aquella aparición. Pero el fantasma había desaparecido tan velozmente como había sido su súbita aparición. Solo el cuerpo de Sebastián Laredo permanecía inmóvil en el suelo.
Muerto.
El fantasma había cobrado su venganza.

5.

El despacho del comisario Salcedo era frío y austero, tal como su dueño. Martín y Lozano esperaban de pie frente a la mesa del escritorio donde su jefe hablaba por teléfono. Cuando este terminó la llamada se quedó mirándolos fijamente.
—He leído su informe —dijo con voz calmada, algo que extraño muchísimo a ambos policías que esperaban un estallido de furia —. Conocía muy bien a Sebastián y supe lo que le ocurrió. Yo fui quien le ayudó en aquella ocasión y por lo tanto parte de la culpa por la sucedido también es mía. Mi amigo no logró superar la pérdida de su familia y se obsesionó por la muerte de ese joven y eso es exactamente lo que quiero que escriban en el nuevo informe que van a redactar. Don Sebastián Laredo murió de dolor al no poder soportar la pérdida de sus seres queridos. No voy a ser yo quien manche su memoria. Me entienden ustedes, ¿verdad?
Asintieron.
—En lo referente a esa aparición o lo que sea, espero que no llegue a trascender.
—Usted me pidió que le mantuviese al tanto de lo que ocurriese y yo tan solo he explicado lo que vimos, comisario —dijo Martín.
—No estoy diciendo que no llegasen a ver lo que afirman ustedes. No sería el primer caso de fantasmas que llega a esta comisaría, pero tampoco será el primero que vea la luz. No creo que a mis superiores les agrade saber que existen cosas a las que no podemos enfrentarnos. La opinión pública espera que seamos capaces de resolver todos los casos a los que nos enfrentamos y nuestra imagen se vería dañada si llegase a saberse lo que ustedes afirman que observaron. Por lo tanto, reescriban su informe para que todos podamos sentirnos seguros y tranquilos.
Martín asintió a regañadientes.
—Su actuación en este caso ha sido la que esperaba de ustedes —continuó diciendo el comisario —. Es lamentable que mi amigo haya muerto, pero ustedes no hubieran podido hacer nada para impedirlo. El peso de su pasado le alcanzó y pagó por su crimen. Ahora está en paz... Hay otra cosa de la que quiero hablarles. He recibido órdenes desde muy altas instancias para formar un grupo de personas cualificadas que se dediquen a colaborar en estos casos de incierto matiz. Usted, inspector Martín estará a cargo del grupo.
—¿Qué personas son esas? —Preguntó el aludido.
—Le dejaré un informe con varios nombres de candidatos. Usted deberá escogerlos. Trabajarán en absoluto secreto por lo que ningún otro cuerpo del estado sabrá cuál es su función. Responderán solo ante mí y evitarán cualquier contacto con los miembros de la prensa, por lo que deberán ser muy discretos. No esperamos grandes resultados, lo que nos interesa es tener un expediente sobre esos casos y saber a qué atenernos.
—¿Por qué, yo?
—Principalmente por su escepticismo. Necesitamos mentes frías que puedan enfrentarse a esos hechos desde una perspectiva estoica. Nada de apasionamientos ni de credulidades. Quiero que sean rigurosos en sus análisis y que me presenten sus opiniones sin ningún tipo de emoción. Tan solo la exposición de los hechos, sin edulcorarlos. ¿Está usted conforme?
—¿Puedo negarme?
—Me temo que no. Su nombre ha sido recomendado por ciertas personas entre las que me incluyo. Sé que harán una buena labor.
Martín y su compañero salieron del despacho de su superior, muy pensativo el primero.
—Me gustaría trabajar contigo, Lorenzo —dijo Carlos —. Creo que hacemos una buena pareja...
—Nunca he pensado en no hacerlo —contestó Martín —. Pero con una condición. Me tendrás que explicar por qué no soy tu tipo...  

  

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Los expedientes secretos. (Terminada)Where stories live. Discover now